sábado, 30 de abril de 2011

En pelotas por la vida

Eso de Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia, en este caso, no va. Porque a pesar de exponerme personalmente en el relato, nunca me veré tan expuesta como en los sucesos que relataré más adelante.
Yo no logro comprender muchas cosas y en este triste caso no logro entender por qué tantas veces he tenido que andar en cueros por la vida, sin ton ni son. Es cierto que también la vida me ha dado la oportunidad de ver varios "tientos" (expresión de mi padre) al viento. Pero no deja de ser cierto que esas visiones no me las he prodigado, más bien han sido un regalo de sátiros (expresión de mi madre) que han tenido la bendita costumbre de esperarme agazapados en los matorrales aledaños a los caminos donde suelo trotar, en los jardines de casas viejas o en medio de una vidriera de joyas. Sobre este último en particular escribiré más adelante un relato exclusivo pues el muchacho lo amerita.
En fin, decía yo que he andado en pelotas (no nos horroricemos de las elocuentes palabras del quehacer popular) por la vida sin saber cómo ni por qué he llegado a protagonizar escenas tan aberrantes. En esta ocasión referiré sólo dos de las tantas y lo haré pues me las han recordado en estos días.
Cierta vez recalé en el consultorio de un médico, apuesto él, hijo de un prestigioso médico ya muerto. Mi madre tenía con su difunto padre una relación de adoración medicinal. Para ella, el padre del muchacho en cuestión era una especie de Dalai Lama; para mí, era del palo de Sai Baba, con todo respeto. La cuestión es que yo caí en las manos del sucesor de la cartera de pacientes por indicación de mi progenitora. No era la primera vez que yo iba, pero sí fue la última.
Tenía un resfrío que no se me iba. Me dirigí a su consultorio y entré casi sin esperar una vez que salió del mismo un señor de unos noventa años. El doctorcito me preguntó sobre mi vida en tierras lejanas. Conversamos un poco. Luego comenzó el interrogatorio clínico. Lógicamente le conté de mi largo resfrío y entonces sucedió. "Vamos a la camilla". "Ok" respondí inocentemente. Me auscultó el corazón metiendo por debajo de mi musculosa color habano su aparatito metálico. Me dijo que me pusiera de espaldas sobre la camilla. Accedí. Me desprendió el corpiño. Me sorprendí. Me hizo girar nuevamente para colocarme boca arriba. Sin decir "agua va" me levantó el corpiño dejándome las partes al aire y me apoyó su cabeza/oído/mejilla en el pecho. ¡Va, en un pecho!
No puedo negar que comencé a sentirme incómoda. Me preguntaba si era necesario todo aquello, pero como un médico es un médico una no se atreve a decirle ligeramente que se deje de joder con el toqueteo y la miradita solapada de mis pudores ( que son bastante grandes, ambos). Total que luego de mirar, auscultar, palpar, respirar fuerte ( sí, porque bufaba como un toro) me pidió que me pusiera de pie. Yo ya no tenía ni corpiño ni dignidad y estaba metida en un disparate del que me costaba tomar conciencia. Y qué hace una heroína cuando no lo es... pues, obedece. Y así fue que me ordenó caminar por una alfombra marrón, ir y venir con el jean puesto, el torso desnudo, el pelo largo cayéndome en cascadas como única herramienta de tapapechos. Traté de taparme las lolas (por no decir tetas, que es tan vulgar) con el brazo derecho. Pero el señor me ordenó: Dejá los brazos sueltos así puedo ver si tenés.... ESCOLEOSIS. Bueno, comprendí finalmente que si seguía obedeciendo me hallaría absolutamente en pelotas caminando por una suerte de pasarela sin camino a la fama. Debo de haberlo mirado con cara de "Me estás cachando". Entonces concluyó su revisación con un diagnóstico certerísimo: ¡No tenés nada, es sólo un resfrío reticente!
Tiempo después, cuando logré asumir que aquello había sido una locura, le comenté el episodio a un amigo médico cardiólogo. Y qué me dijo? "Paulita, vos sos pelotuda?" Y sí, qué podía responderle: Sí, lo soyyyyyyyyyyyyy...

La otra historia es mucho más reciente. Mi esposo conoció a un señor en el aeropuerto de Catania, Sicilia. El susodicho fue al principio, simplemente un señor muy gauchito con las manos grandes como un elefante. Luego, el gauchito, se confesó SANADOR. Inmediatamente mi esposo le contó los avatares de su esposa, o sea yo, con la columna lumbar. Una hernia de disco, protrusión, cambio de señal y no sé cuántas porquerías más que tengo. La cuestión es que del comentario a la aparición del manochanta en casa bastaron tres días.
Era una calurosa mañana de junio. Yo me había puesto unas babuchas orientales muy mórbidas, una musculosa (sí, me resultan cómodas las msculosas en verano) y unas sandalias. Para hacerla fácil y breve nos quedamos solos los tres en el living de casa. Mi esposo, él y yo.
Al principio el viejo nos mostró una foto del año de Ñaupa en la que él, con veinte años más o menos, alzaba con una mano a un pibe de unos siete años. Lo alzaba como si el borrego fuera la antorcha de la estatua de la libertad.
¡Uuaaauuuuu! Exclamábamos los dos sin entender qué carajos quería decir el tipejo con esa foto. Luego comenzó el interrogatorio acerca de mi malestar. Yo le conté con lujos y detalles mi problema con la espinilla dorsal. Después vinieron un sinfín de preguntas con la misma respuesta.
Le hacen mal las piernas? No; Le duelen los senos? ¡Nooooooooo!; Le duelen las caderas? No.
Y lean, queridas mías, y crean pues tengo a mi esposo de testigo. No sé cómo terminé otra vez en bolas, con una indecorosa bombacha cola less parada al lado del vechietto,sin remera, con las babuchas por los tobillos (babucha que él mismo me bajó en un periquete) mientras el viejo me fregaba las gambas preguntándome si me dolían los pechos y yo respondiéndo por enésima vez a los gritos No, no, nooooo. Luego, no conforme con el triste espectáculo en que me había puesto, me tiró literalmente boca abajo en el sillón para amasarme las caderas, para relajarme las articulaciones, para... qué sé yo para qué, si total quedé casi paralítica por una semana. Una vez finalizado cada manoseo me hacía poner de pie y me preguntaba: Adesso, come va? Yo me sentía morir de dolor pero para terminar aquel oprobio de una vez por todas le decía con cara de entusiasmo: Benissimo!!!!!!!!
Luego, porque esto no termina acá, me hizo poner de pie. Mis partes superiores tiene vida propia y suelen buscar el sol o el suelo. En estas circunstancias, con cuarenta años encima, tres lactancias y cosas varias mis cosas sin sujetar buscaban desesperadamente el suelo. Entonces en un esfuerzo titánico traté de que el aro del corpiño contuviera lo incontenible. Lo logré hasta que una vez más comprendí que aquello era una locura. Me consoló saber que éramos dos los que no dábamos crédito a semejante disparate y obedecíamos como imbéciles a las órdenes del viejo atorrante.
Lo verdaderamente increíble de todo este relato es que las últimas imágenes que conservo de aquella situación fueron los abrazos que mi esposo le daba a este tipejo y las veces inconcebibles que le decía: Grazie per tutto; Lei é incredibile!!!!
Sí, era de psiquiátrico ver emocionado a mi marido agradecerle que me hubiera bajado las babuchas, me hubiera liberado las lolas, me hubiera reboleado las carnes con brutalidad, me hubiera sepultado la poca dignidad que me quedaba.
Semanas después nos despertamos, nos miramos en silencio, me quejé de la espalda, nos dijimos: Estaremos equivocados o Giuseppe es un viejo Hijo de la Gran p...

Deben imaginar la respuesta.

M.P.V.

martes, 19 de abril de 2011

Las heroínas que no logramos ser

                                                                                                                  

            Yo me pregunto por qué no puedo ser una de esas protagonistas jóvenes de las películas. Una de esas que ganan su primer juicio como novata abogada, que se consagran en las tablas rápidamente y sin inconvenientes, o que cantan bajo la ducha y son oídas, tras los muros,  por un productor de Broadway … por qué no puedo ser una de ellas y finalizar mi film saliendo por una gran puerta que se abre y se ve detrás la luz resplandeciente de un día luminoso y el cabello largo, suave, sano, flotando al viento. Por qué no soy una de ellas de las que por última imagen se ven sus brazos en alto y la imagen congelada en aquel gesto triunfal.
Acabo de ver una de esas películas, la damisela en cuestión era una abogada recién recibida, a la que un abogado viejo acosó, acoso que ella rechazó para luego enfrentarse al viejo en un juicio estúpidamente feminista que por supuesto le ganó. El antiguo novio, que la había abandonado debido a su inseguridad, al verla salir de tribunales fotografiada por todos los medios, se le acercó y le dijo: ¡He descubierto que sí te amo! ¡Quiero estar con vos! Y cuál es la respuesta de esta chiquita que nos envalentona? “Oh, amor, pero soy yo la que ya no quiere estar a tu lado.” Y ahí sí, la tipita se da la media vuelta y se va por la puerta resplandeciente, con gesto de “Chupate esa mandarina”.
Qué le puede deparar a esta heroína luego de un comienzo o final tan feliz?
¡El éxito!
Claro, sucede que una está grandecita. Sucede que se le fue parte de la vida en profesiones no tan rentables. Sucede que los avatares de los días nos hicieron perder ciertas cosas, la cintura, y ganar otras, los flotadores.
Por ejemplo, pensando un poco para encontrar una respuesta a mi pregunta, yo no podría haber salido jamás de tribunales acribillada por los flashes, antes que todo porque no soy abogada. Pero sí he sido fotografiada miles de veces cuando entregaba diplomas a los alumnos que me lo habían pedido, que no es poco, sino, pregúntele a las colegas profesoras. Aunque, es cierto, luego de esas imágenes yo no sentí nunca que se me abriera el universo, más bien, sólo tenía conciencia de que se me acababa el escenario y… debía bajar las escaleras, sin caerme,  para volver a mi sillita de P. V. C.
Tampoco podría haber sido descubierta cantando bajo la lluvia de mi ducha, puesto que tengo una voz grave que acompaña mejor a Los Plateros como bajo que a Cristina Aguilera de corista. En fin, que a pesar de ser afinadita no doy para solista.
Salir por una puerta llena de sol con el pelo al viento no puedo. Tengo, a estas alturas, una madeja de lampazo en la cabeza que atrapa cuanta cosa ande por el aire. En el principio fue el lacio, que luego devino en  rulo furioso a causa de las permanentes ochentosas que remedaban las croquiñoles de mis tías abuelas. Finalmente el cabello tomó una suerte de forma ondulada, que ni chicha ni limonada. Con esta onda conviví sanamente unos veinte años, hasta que la convivencia se transformó en un vínculo bastante enfermizo de lo cual es responsable absoluto el paso del tiempo que trajo canas, las canas trajeron reflejos, los reflejos exigieron tinturas completas, las tinturas me estropearon las fibras capilares, las fibras se transformaron en lápices decoloridos y los pelos terminaron siendo una suerte de minas milimétricas, porosas, no lacias, no ruludas, no ondeadas. En fin, que en este preciso momento tengo aquello que pretende ser un reflejo convertido en cables amarillos que tienen vida propia: toda la cabellera es una especie de río que fluye y los reflejos serían pajas que se elevan por sobre el nivel del agua. Eso sí, el río de cabellos es el Río Seco.
Yo recién ahora comienzo a comprender por qué no podría ser una de estas jovencitas triunfales. Por ejemplo, si yo saliera por esa puerta, si el sol me diera en la cara,  si el viento soplara mi pelo… yo, para empezar preguntaría si esa puerta es la puerta de salida (sigo sin orientarme dentro del supermercado, me imagino en Tribunales); después cerraría los ojos encandilada por las miles de estrellas que el sol me enciende en las lentes de contacto, razón por la cual estoy más que convencida que me iría de bruces en las escaleras griegas que suelen estar bajo los umbrales de Tribunales; tercero y último, siempre hipotetizando en la salida de la abogada, mi pelo jamás se movería al son del viento, más bien lo encararía de modo desafiante. Duro, rígido, provocante. Me veo como desde mis espaldas, luchando a brazo partido con el viento. Sí, a ver quién es el que la tiene más grande.
Con respecto a la tardía declaración de amor eterno y el rechazo de la heroína en cuestión… qué puedo decir. El fulano la había abandonado porque ella era muy insegura; mi esposo no me deja porque ESTOY muy segura. Alguna vez he pronunciado, después de una agarrada mortal: “¡Si salís por esa puerta no volvés a entrar!” Su respuesta fue: “Me lo hubieras dicho hace veinte años.” En otra ocasión discutimos porque quería irse a ver un partido de rugby la noche de nuestro aniversario.  Yo al principio fingí ser una buena chica rogándole con besos en el cuello que permaneciera en casa conmigo. No logré mi cometido. Las horas avanzaban entonces los ruegos estériles se transformaron en una apendicitis aguda, que por supuesto no tuvo en cuenta. Finalmente apelé al bien consabido llanto lastimero. Me abrazó, me dio varios besos y me dijo: “Linda, yo quiero estar con vos”. Me sentí por primera vez la chica de la película, pero sólo por dos segundos, ya que remató la frase con un : “después de que termine el partido”.  Con los años me he retirado de esos cuarteles. No amenazo, no ruego. Y andamos bastante bien.
En fin, que no doy para esta clase de finales y basta.

 M.P.V.