martes, 14 de junio de 2011

Confieso que he chocado

Confieso que he chocado
Sí, yo que durante más de veinte años manejé sin chocar y acusé, entre otros, a mi esposo de negligencia y  falta de atención. Yo, que llevaba orgullosa el récord de miles de kilómetros incólumes. Yo, la impoluta al volante… yo, confieso que no sólo he chocado, sino que lo hice de manera bestial y a lo grande, como para empardar tantos años de buena conducta con un solo acto.
Era una oscura mañana cordobesa. Siete grados bajo cero de un invierno impiadoso y húmedo. Debía manejar 30 kilómetros sólo para ir a mi trabajo y eso me obligaba a salir de casa a las siete de la mañana, con las estrellas aún en el cielo. Era un jueves de “paro docente”, pero mis colegios nunca se adhirieron a los paros, ni yo tampoco. Por esta razón el complejo en el que vivía estaba literalmente muerto. Los padres aprovechaban a dormir más de lo acostumbrado, libres de la tortura del madrugón argentino para portar sus hijos a clases. Mi alma y yo estábamos levantadas desde las seis, desayunando en calma, oyendo el sueño de mis hijas que tampoco tenían clases. Se fue haciendo la hora de salir y entonces sólo me restó esperar la aparición de Norita, la señora/amiga/madre que me ayudaba en casa, para poder irme y dejar mis hijas a resguardo. Escuché la puerta que se abría, me coloqué rauda el sacón blanco de paño, me enrosqué una bufanda de piel al cuello, subí el largo cierre de las botas y descendí las escaleras. “Paulita, hace un frío tremendo. Andá con cuidado porque no se ve nada. No hay luna.” “Sí, tesoro, quedate tranquila. Cualquier cosa me llamás al colegio.”   
Aclaro la ubicación de la casa pues es imperioso para la futura comprensión de los hechos. Nuestro complejo era uno de esos ubicados en barrios parque, en los que se edifican las casas al costado de un largo camino de acceso. Al final de este camino suele estar la última casa, ésa era la mía. Por lo tanto yo era la única de todos los habitantes que debía salir marcha atrás treinta metros, lo cual no hubiera sido una maniobra de riesgo si no hubiera sido porque cuatro metros delante de las fachadas de las  casas emergían del suelo las cacetas de gas. Sí, un disparate del deficiente del arquitecto, pero allí estaban estos monolitos de ladrillos a la vista, con macetones encima para disimular su ridiculez.
Me subo al auto, lo pongo en marcha, el caño de escape hace lo suyo y de pronto me veo envuelta en una nube de vapor compacta. Espero unos minutos a ver qué sucedía, pero nada cambiaba y, como me apremiaban los tiempos, decidí que saldría a como dé lugar.  Puse marcha atrás y comencé a desandar el sendero de canto rodado.  No veía un pito, ni por el espejo retrovisor ni con mis propios ojos mientras giraba la cabeza en ciento ochenta grados cual una lechuza poseída.    Y de pronto sucedió, vi las luces que se encendieron en el interior de una casa eclipsando la nube gris a la que de a poco me acostumbraba. No sé qué hice, verdaderamente. Lo único que recuerdo es el estruendo de ladrillos, cemento y chapa y, un poco después un sonido como un silbido sordo. Shhhhhhhhhhh. El auto detuvo sólo su marcha. El silbido proseguía. Me mareó un olor a gas indescriptible. Apagué la luz baja, saqué las llaves y… salí corriendo hacia mi casa, pensando en que el tubo de gas del auto se habría perforado. No pensaba, no analizaba, no entendía nada, no miraba hacia atrás. Sólo alcancé a ver a Norita que desde la arcada de mi casa me miraba venir hacia ella con los brazos en jarra. “Nori, hice bosta el auto, no veía un carajo, se rompió el tubo de gas”. Me abrazó, calma y analizando la imagen. “Nori, esperemos un ratito hasta que se descargue el tubo y después voy a decirle a mi vecina que me perdone, que me hago cargo de todo”. Norita me abrazaba, me pasaba la mano por el pelo y yo temblaba. Pero me dijo: “Paulita, no es el tubo del auto, es la caceta de gas de tu vecina, rompiste el caño maestro del gas de su casa”.
“Quéeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeee?”
Entonces mi vecina salió disparada de su casa en camisón, pantuflas, y con su hijo de la mano. Se me vino al humo con cara de enajenada. “Qué hiciste?” No podía responder, no lograba hilvanar una frase, ni una disculpa. Ella y Norita hicieron los llamados pertinentes desde mi teléfono mientras yo miraba con expresión ida. De golpe escucho: Bomberos; policía; emergencias de gas… Y al unísono los gritos de los vecinos que salían en tropel del complejo, con sus hijos a cuestas, casi en cueros porque yo a todos los había sorprendido en el mejor de los sueños.
¡DESALOJEN, desalojen las casas, salgan todos así como están!  Eran las voces de la policía que ordenaba la evacuación del complejo entero: ocho familias con hijos y abuelos y demás entenados.   Yo veía las luces circulares en rojo pasar por mi ventana como una fantasmagoría. Norita levantó a las nenas, las abrigó un poco y las hizo descender para salir a la noche fría del invierno. Sol, la más pequeñita, todavía medio dormida, gritó: ¡E.T! Y allí subí yo las escaleras para buscar a E.T, con quien duerme desde que es bebé. Eso fue lo único que pude hacer.
Cuando puse los pies en el canto rodado del camino fui viendo cómo todos los vecinos más los curiosos de ocasión estaban en las veredas, mirándome con deseos de lincharme. Todos tiritaban y yo era la ÚNICA QUE ESTABA DE MUCHO TAPADO Y BOTAS. Me recuerdo escabulléndome en un mar de improperios mientras oía mi voz decir una y otra vez: perdón, perdón, perdón… Desde la vereda pude ver por primera vez el espectáculo dantesco de mi auto apoyado sobre los escombros de la casilla, envuelto en una nube de  gas que se elevaba al cielo. Fue apabullante. Los segundos y minutos después ya no los recuerdo, pero todavía  siento los puñales de la gente tiritante apoyados sobre mi espalda.
Cómo salir de la vergüenza? Y, no se vuelve más de ella, simplemente se convive con cierto aplomo.
Yo llamé a mi colegio para decir que una tipa del complejo me había tirado la casilla a la mierda y que no podía dejar a mis hijas solas en aquella locura. La respuesta de quien me atendió fue: “pero cómo te tiró la caceta? Es boluda?” Y yo respondiendo: Sí, es reboluda, qué querés que te diga?”
Cuando un ingeniero de Gas logró cortar el suministro, y permitió que la gente rehabitara sus casas ya había amanecido. Mi auto aún yacía sobre los escombros hasta que se aireara (encenderlo con todo ese gas dentro hubiera sido una calamidad). Horas más tarde fui hasta un supermercado cercano a buscar algunas cosas y oí como un señor le decía a otro:
“Sí, yo estuve ahí, la vi salir enloquecida, a fondo. Se llevó puestas tres casetas de gas”. Hablaba de mí, o de lo que él creía haber visto porque a esa hora nadie estaba fuera de su cama, esa mañana de invierno inclemente. Yo pasé a su lado con mi hija y las dos nos miramos y nos reímos. Todo el barrio había sido testigo. Todos me tenían en la boca.
Fueron mis cinco minutos de gloria, lástima que no pude dar la cara porque me la había devorado la vergüenza.

M.P.V.