jueves, 13 de diciembre de 2012

El milagroso suplicio de Las Fiestas

El milagroso suplicio de Las Fiestas El verdadero milagro de Navidad y Año nuevo consiste en que, luego de tanta agua bajo el puente, volvemos a experimentar una ansiosa alegría al ver los negocios llenos de luces blancas y árboles nevados en pleno diciembre. LAS FIESTAS, así, con mayúscula. Las fiestas de la familia y los amigos después de las doce. Las fiestas de los niños, que no sólo sueñan con Papá Noel y su atado de regalos, sino también con los primos de Papá Noel que vendrán la noche del seis de enero a ofrendarles todo aquello que les quedó pendiente el 24 D. La cosa arranca con los primeros furores de la decoración imperante que nos trae remedos de nuestra más tierna infancia. Vagamos exultantes entre vidrieras pletóricas de juguetes encantadores y fabulamos con qué cosa entregaremos a cada pequeñuelo de la familia, el cual reirá fascinado con su obsequio y nos regalará las más serena noche de paz. Salvo raros casos, la planificación es entre mujeres que, llamados telefónicos mediante, organizan menús, manteles, jarrones de cristal, candelabros de plata y bebidas. Alcohol, básicamente. Pequeñas rencillas acelerarán descontroladamente el hartazgo casi hasta la noche misma del 24. No pretendo extenderme en estos menesteres tan trillados, pero basta con mencionar que son motivo de crispación el dónde se llevarán a cabo las dos noches con sus mediodías, qué llevará cada quien, a qué hora arribará tu primo con su mujercita impecable y sin sudar porque, total, con una ensalada rusa arregló todo el fardo, mientras yo te hice dos matambres, cinco piononos y una waldorf, o si mi tío traerá nuevamente el famoso vino patero que le regalaron en 1958 en Mendoza en tanto tus padres llevarán el mejor champagne, o si vos pondrás otra vez el grito en el cielo porque mamita traerá de nuevo Vitel Toné y yo me enojaré porque otra vez, luego de tanto sudar la gota gorda terminaré sentada en la mesa con los más chicos, cortando el pollo en daditos de un centímetro para que no se ahogue ninguno y tengamos que huir despavoridos al hospital, como el año anterior, cuando mi tía amenazó un ACV que en realidad fue una pequeña curda de clericó, que según ella era ensalada de frutas. Pero por favor, con qué necesidad. El tema es que apenas sentados a la mesa comenzará el griterío de reclamo alimenticio en un frenesí que sonará a inanición, y así, en medio del más absoluto descontrol transcurrirá la plácida cena, recordando el nacimiento del niño Jesús y demás yerbas, porque claro, los niños, como Jesús, son los grandes protagonistas de la noche. Entonces se escuchará la primera gresca. Resultará que mi tío, muy probablemente, pensará disfrazarse de Papá Noel una vez más y hacer las delicias de los pequeñuelos. Entonces se oirá la voz de tu abuela diciendo que el año pasado más que Papá Noel parecía el Payaso Mala Onda y mi hermana se sumará al comentario agregando que todos los pibes terminaron llorando de horror y que ninguno quería recibir su regalo y es probable que el tío, alcoholizado a esa hora, haga temblar la pera lastimosa y que, entonces, mi madre que está harta de él pues es el hermano de mi padre, comente que con lo que salen los regalos sería justo que cada uno haga entrega de aquellos que gatilló con débito, crédito o cash, qué tanto, porque no hay un solo chiquillo en la familia que se arregle con arrope y miel, mucho menos con un poncho blanco, que ya lo intentamos hace años y nos escupieron al unísono sin entender la relación con la misa criolla. Y así todo se desmadrará antes de que el gallo cante las doce y los niños, otra que noche de paz, griten poseídos de ira y los padres juremos nunca más pasarle a Papá Noel data engañosa sobre la conducta de sus chiquitos. Los angelitos, extenuados de llorar, comenzarán a quedarse dormidos en los regazos de abuelos, padres y tíos mientras en los jardines encendidos en fuegos de artificio, que por fortuna pagó el vecino, personajes encendidos de alcohol se abrazarán, gritarán, y hasta algunos llorarán pues han dado las doce y es hora de hacer el llanto navideño que tiene cita todos los años. Luego habrá karaoke, baile y algún picadito de fútbol en el que alguno de los borrachines de rigor romperá la maceta esmaltada de la pileta o la hamaca que cuelga del sauce. Con suerte acudiremos al muestrario de los diversos tipos de curdas. El depresivo, que aprovechará para echarse un lagrimón por el antepasado aquél que partió en 1878 de Vigo, luego el otro belicoso al que se le calienta el pico y pretende dilucidar los destinos del país entre gallos y medias noches y que, con viento en contra gritará a alguno “Vos te vendiste”, y finalmente el que siempre evoluciona en una mamúa feliz y chispeante y que nos regalará por años el recuerdo de sus imitaciones de Travolta en medio de un césped ya con rocío. Para entonces, algunos se habrán ido. Entonces, cuando todo se haya dormido, comenzaremos a hablar de qué linda noche hemos tenido y cuánto hemos reído. Para cuando la cosa muera ya tendremos ganas y añoranza de la próxima navidad en la que, ojalá, estemos todos juntos de nuevo. Éste es el milagro de las fiestas. No caben dudas. Y cuando uno está muy lejos, y afuera hace mucho frío, y cuando todo está tan solo porque uno está muy sólo del barullo de aquellas fiestas argentinas alucinadas, la verdad es que desearía estar allí. Sentir que el calor y la humedad estropearon el peinado, que nos duelen las manos de tanto cortar pedacitos de comida a los más chicos, que desearíamos cocinar hasta horas antes de la cena, reírnos entre mujeres, brindar mil veces, descansar en una reposera y tener la gracia de ver caer otra estrella y volver a pedir las mismas cosas. Desde tan lejos dan ganas, incluso, de levantar el vendaval que dejó el festejo a su paso. Pero ése… es otro tema.
María Paula Villanueva

martes, 18 de octubre de 2011

Eufemismos que nos facilitan la existencia

Eufemismos que nos facilitan la existencia

Un señor que he descubierto hace poco, Rastelman,  ha publicado en su Blog unas reflexiones sobre los “eufemismos”. 
Me ha hecho reír mucho con estas frasecitas que oímos al pasar y decimos sin pensar.

 He aquí una lista notable:  

Te quiero como amigo / no te toco ni con un chorro de soda...

Con X estamos atravesando un momento complicado / Con X estamos como el orto

Estoy con una situación financiera particular / Estoy en pampa y la vía

Crocante / Quemado.


Es una persona bastante especial /Es un insoportable

Tomémonos un tiempo, salgamos con otra gente/ No quiero volver a verte porque ya tengo a
Alguien

Tengo huesos grandes / gordo

Es un tipo interesante/ Es un bagre

Estoy hinchada/ Estoy gorda

Tengo curvas/Tengo rollos

Tenemos una relación abierta/Tengo cuernos

Está muy húmedo acá/Estoy chivando canelones

Decidimos separarnos/Me colgó la galleta

Estoy flojo de vientre/Me cago de parado

Cómo vas de cuerpo?/Cómo es tu caca?

Me fue bastante bien/ Me fue como el culo

Me lo voy a tomar como unas vacaciones merecidas/ Me echaron a la bosta, dame los avisos clasificados!

Ligera de cascos/Trola

Prometeme que me vas a perdonar/ Ya sé, es imperdonable

No sos vos, soy yo/ Vos me tenés repodrido, yo estoy bárbaro

No soportaba más a la mucama las 24 horas en casa/ No puedo pagarle a la paraguaya ni dos horas al día

La mucama era muy invasiva/ No le puedo pagar el sueldo

Ya terminan las clases, tirá con lo que tenés/No tengo guita ni para una goma

Tengo la cabeza en otra cosa/Tengo la cabeza en otro/a

Divino, tu nene! Pero mañana no estamos en casa/ Un insoportable el pendejo, no me lo traigas más!

Fue un toquecito, nomás!/Le volé el tren delantero al auto

Me fijo qué te puedo hacer de cenar con lo que tengo/ ¡Traete una pizza, viejo!

Bueno, bueno… no es lo que se dice un superdotado /La tiene chica

Pero, es muy dulce/La tiene muy chica

Estoy casi en mi peso/Me faltan diez kilos para llegar a mi peso

Me agarrás en mal momento/Estoy hecha un bofe, como siempre.

No seas tonta! Estás divina!/Boló, te pasó un camión por arriba!

Estoy hecha un toro de gorda!!!/ Por favor, díganme que no estoy hecha un toro!!

Que los disfruten!





jueves, 6 de octubre de 2011

Aunque usted no lo crea

Lo que contaré hoy pertenece a esa esfera de lo inverosímil, como casi todo, y versa sobre acontecimientos acaecidos allá por el ‘89. Hablo de 1.989, claro está y eso indica que yo tenía apenas 21 años y mi hermana 24.
A saber: somos dos muchachas que hemos atravesado etapas de hinchazón notable. De alturas promedio, contexturas promedio y peso promedio… cuando no estábamos “infladas”. Tenemos una característica física que en su momento era muy deseada: espaldas grandes. Sucede que en esa época el influjo del modelo  Bo Derek en 10, La Mujer Perfecta daba todavía coletazos y esas figuras un tanto masculinas caían en gracia..  Nosotras contábamos con la suerte de que a nuestros hombros grandes se le sumaban cinturas pequeñas, pechos destacables y caderas redondeadas. Dicho así, lo cual no deja de ser cierto, uno diría que éramos dos ninfas. La realidad es una cosa bien distinta.
Un cuerpo de guitarra con diez kilos de más se transforma en un contrabajo. Queda claro el punto? Por citar un ejemplo de aquellas metamorfosis que padecíamos con frecuencia (de delgadas a “hinchadas”) y que provocaban reacciones varias citaré una anécdota.
Nuestro hermano mayor, algunos años antes de los hechos aquí narrados,  se había ausentado de casa por 40 días ya que estaba haciendo el famoso “campito” de la conscripción. Regresó a casa famélico, con nueve kilos de menos un sábado por la mañana. Mami había preparado tortas y el mejor café para recibirlo. Él entro en la casa, mis padres lo abrazaron, conversaron un rato hasta que la puerta del comedor se abrió y, para su sorpresa, vio aparecer dos alemanotas gigantes. Dos “Helgas”, según sus propios dichos, que semejaban a la mujer de Olaf, el vikingo. Por supuesto que de alemanas, nada. Se trataba de sus dos hermanitas que se había decolorado el pelo y se habían tirado los casi diez kilos que él había perdido. Tan estupefacto estaba que nos miraba azorado, nos tocaba los brazos como quien acaricia un jamón serrano, nos hablaba tratando de descubrir quiénes se encontraban detrás de los diez kilos y la cabellera blonda.
Pues que siendo dos mujeres monumentales un cierto día nos sucedió algo verdaderamente extraordinario: nos dio una zurra bestial una anciana de más de setenta años que pesaría 45 kilos en toda la furia.
Mi hermana acudió a una mueblería a reclamar una cajonera que no había llegado a su domicilio el día anterior, tal como habían quedado. La propietaria, es decir, la adorable viejita, la maltrató. Mi hermana, extraño en ella, no pudo reaccionar debido a lo alucinado del maltrato y entonces fue en busca de la Negra liera de la casa, o sea YO.  Y allí fui, convencida de que la vieja no sólo le pediría disculpas, sino que además le haría una rebaja.
Entramos, mi hermana reclama la cajonera para llevarla nosotras en el auto. Yo miraba con cara de chacal, atenta a todo aquello que se decía. Mi hermana pide la factura, la cajonera reposaba en el suelo que era un mar de muebles donde prácticamente una no se podía mover. La viejita, que hasta entonces no parecía ser aquella que la había insultado pues se manifestaba hasta dulce, diría yo, la miro con rostro desencajado y arremetió otra vez: “Vos qué te pensás, piba? Que somos todos delincuentes? Que evadimos impuestos? Eh, qué te crees?” Entonces fue mi turno de salir de las tinieblas. “Escúcheme una cosa, primero baja el tono porque es su obligación. Estamos? Luego, yo soy de la inmobiliaria y esta chica sólo está pidiendo aquello que yo le solicito.” Entonces, no sabemos aún muy bien cómo, la vieja  abrió una boca de dragón para decir a los gritos: “Y vos, put.. de mierd.., quién te crees que sos?” (Nótese que eludo las malas palabras porque soy una chica con modales). “Cómo dice?” Y todo se fue de madre. La vieja le sacudío un manazo en la espalda a mi hermana. Ésta se retorció de dolor. “¡Vieja put…, a mi hermana no la tocás! Le dije con toda la clase. “Y para vos también hay”, dijo la vieja. Y ahí nomás se me vino al humo. Decir que me fajó como a un pibe de cinco años es poco. Mi hermana trataba de asestarle un golpe para dejarla knock out, pero nada… me acerqué como pude entre aquellos trastos tirados por el piso. Alcancé a tirarle de los pelos, pero me quedé con un mechón canoso en la mano. Volvió a pegarle a mi hermana en los brazos, en los hombros. Las dos gritábamos enajenadas, la vieja gruñía mientras seguía dando golpes al vacío, a nuestros corpachones. De golpe me le acerqué y la señora, al verse cercada, se afirmó en la pierna derecha y comenzó a girar mientras tiraba patadas al aire. Se movía cual un compás humano. Una de sus patadas me dio en la pierna, muy cerca de las partes pudendas (tenía puesta una minifalda de jean). Todo este disparate debe de haber durado unos dos minutos eternos. De pronto una adolescente salió de atrás de una cortina, es decir que había oído todo, y dijo: “Basta, mamá!”. Fue entonces cuando la poseída por el demonio entró en una especie de letargo exhausto. “Oíme, vos sos una turra, estabas oyendo el desastre y no hiciste nada. Nos fajó, tu mamá nos fajó!”. Por toda respuesta recibimos un: “Sí, ya lo sé”. “Lo que no sabés es la denuncia que les voy a meter, no van a venir ni los perros a comprar nada”.
Otra vez la vieja salió del letargo y arremetió. Contra quién? Otra vez contra mi pobre hermana. Le dio una palmada en la espalada mientras ésta comenzaba a correr hacia los fondos del terreno donde había visto un hombre mayor que serruchaba. “Señor, señor, por favor!” Nada. Corrí detrás de mi hermana para alejarme de patadas, manazos y arañazos. “Ey, usted, esta mujer nos está pegando. No le hicimos nada. Por favor, nos pega”. Respuesta: “¡Sí, ya lo sé, le pega a todo el mundo!”  
Cri cri cri cri cri cri
Es extenuante contarlo y seguramente leerlo, por eso resumo. Salimos media hora después de ser ingresadas, con la cajonera y la factura. Me subí yo al volante y mi hermana me pidió que tuviera el auto encendido y “preparado”. La vi desaparecer por el espejo retrovisor, la vi entrar en la mueblería, temí tener que ir a rescatarla… en cambio la vi salir corriendo, llegar hasta mí, subir al auto y gritarme: Acelerá!!!!!!!!!!!!!
La vieja, milagrosamente, no la corría porque ella, en un descuido de la propietaria que seguramente se estaba tomando un té para recuperarse de la golpiza que nos había propinado, le había tirado todos los muebles que colgaban de las paredes (marcos de espejos, ventanas, etc.) obstruyéndole la salida.

                                                M. P. V.
Nota del autor: para quien no cree esta historia cito:
TODO MADERA”. Avda. Colón al 700. Bahía Blanca, Argentina.
Agresora: mujer de 70 años. Croquiñol, pelo corto, anteojos, cara angelical.
Nota del autor 2: Terminamos en la comisaría, intentando hacer la denuncia… pero eso, es para otro texto.

lunes, 26 de septiembre de 2011

No te identificarás con el problema de tu amiga

 No te identificarás con el problema de tu amiga
El problema es la manía compulsiva de la identificación. Nos identificamos con las protagonistas de las películas, con la amiga en desgracia, con la cornuda, con la abandonada, con la amada hasta la locura, con la que deja huella, con la que no la deja,  con la que tiene problemas con el jefe, con la que está enamorada del jefe… nos identificamos.
Basta que venga tu amiga a contarte que peleó con SU pareja por el asuntito de… para agarrar viaje en la locura sin ton ni son de la pelea con TU pareja por el asuntito de… . No me digan que esto no es de uso exclusivo femenino porque lo discuto a muerte.  Los hombres son más llanos también en esto. Ellos dicen: ¡Qué bueno, che, mi mujer no es así de celosa! Punto. Nosotras buscamos la manera de descubrir que ELLOS son como el marido de TU amiga, pero nunca te habías dado cuenta. Punto. Es así.
En próximos episodios, a la manera de los folletines de Puig, iré desgranando este tema tan florido pues da para mucho, pero hoy me dedicaré a la más absurda de las identificaciones: la que he tenido esta mañana CONMIGO MISMA, PERO EN OTRA ÉPOCA.
Resulta que mi esposo me pide que le revise los mails. Me da su contraseña. Entro en su casilla. No tiene mails, pero claro, no podía terminar ahí el tema, entonces me voy a todo el menú: BORRADOR- MENSAJES ENVIADOS-BANDEJA DE ENTRADA-SPAM. Todo. Veo los “asuntos” de los mails y observo con ojo de chacal unos títulos muy sugestivos: Hola, lindo; Bebé, te extraño, etc..  Decir que me puse como loca es poco, lo cual me hizo daño pues me mal predispuso aún cuando corroboré que todos habían sido enviados por mí hace años. Obviamente aquí no termina todo puesto que me dispuse a leer el contenido escrito por mis propios dedos, entonces fui a dar con uno que bajo el título amoroso encubría un reclamo por no sé qué abandonos sucedidos en el pasado. Tipo: te pido por favor que me escribas qué hago con los impuesto atrasados, no es fácil hacer de madre-administradora-profesora , sola, sin vos acá.  Luego, claro, me puse a pensar en cuánta razón tenía aquel mail. Qué se había creído este tipito en esas épocas, mientras él volaba en destinos exóticos yo me devanaba los sesos en ver cómo organizaba mis días y los de nuestras hijas. Total, que para cuando él se levantó yo era una furia que no sabía cómo conducir mi discurso de reclamos prescriptos hace años.
-Y, te fijaste, linda? Tengo algo?
- No. No tenés nada de afuera.
- Mejor. Desayunamos?
- Mejor te traés un café y me explicás una cosita.
- Qué pasa?
- Vos me podés decir qué carajo hacías en Sudáfrica que no me respondías a lo que te preguntaba en los mails? Salías, te embriagabas, frecuentabas burdeles?
Por toda respuesta obtuve una carcajada que me sacó de quicio. Yo apelé con un grito mientras él se alejaba para prepararse el café: las nenas eran chiquitas!!!!! Pero siguió riendo hasta que me le acerqué amenazante (nunca siquiera sospechó que estaba tentada de darle un cazote en la nuca); se dio vuelta y me manoteó de la cintura (porque no fue un abrazo). Sabés que tu humor es una de las cosas que más me gustan de vos?
Me fui al espejo riendo, me vi frente al espejo con cara de recién amanecida y entonces agradecí a la vida que este muchachote que es mi esposo siga confundiendo mis reclamos trasnochados con sentido del humor. Si no, de qué se agarraría para seguir conmigo?
Pará, pará, pará… que ahora que pienso bien, el cumpleaños mío del año pasado no me trajo ni una margarita silvestre. Ah, no, ahora que recuerdo cuando cumplimos un años de casados tampoco se acordó… igual que el marido de Clarisa. Son todos iguales, pobre Clarisa y encima le levantó la mano una vez (bueno, le levantó la mano para frenar la de ella que estaba a punto de darle un sopapo), casi como cuando hoy me agarró de la cintura a los manazos. No, ves? Qué te digo, son todos iguales.
-Che, nene, dónde estás? Vení que te digo una cosita, pero escuchame bien…
                                                        M. P. V. 

martes, 14 de junio de 2011

Confieso que he chocado

Confieso que he chocado
Sí, yo que durante más de veinte años manejé sin chocar y acusé, entre otros, a mi esposo de negligencia y  falta de atención. Yo, que llevaba orgullosa el récord de miles de kilómetros incólumes. Yo, la impoluta al volante… yo, confieso que no sólo he chocado, sino que lo hice de manera bestial y a lo grande, como para empardar tantos años de buena conducta con un solo acto.
Era una oscura mañana cordobesa. Siete grados bajo cero de un invierno impiadoso y húmedo. Debía manejar 30 kilómetros sólo para ir a mi trabajo y eso me obligaba a salir de casa a las siete de la mañana, con las estrellas aún en el cielo. Era un jueves de “paro docente”, pero mis colegios nunca se adhirieron a los paros, ni yo tampoco. Por esta razón el complejo en el que vivía estaba literalmente muerto. Los padres aprovechaban a dormir más de lo acostumbrado, libres de la tortura del madrugón argentino para portar sus hijos a clases. Mi alma y yo estábamos levantadas desde las seis, desayunando en calma, oyendo el sueño de mis hijas que tampoco tenían clases. Se fue haciendo la hora de salir y entonces sólo me restó esperar la aparición de Norita, la señora/amiga/madre que me ayudaba en casa, para poder irme y dejar mis hijas a resguardo. Escuché la puerta que se abría, me coloqué rauda el sacón blanco de paño, me enrosqué una bufanda de piel al cuello, subí el largo cierre de las botas y descendí las escaleras. “Paulita, hace un frío tremendo. Andá con cuidado porque no se ve nada. No hay luna.” “Sí, tesoro, quedate tranquila. Cualquier cosa me llamás al colegio.”   
Aclaro la ubicación de la casa pues es imperioso para la futura comprensión de los hechos. Nuestro complejo era uno de esos ubicados en barrios parque, en los que se edifican las casas al costado de un largo camino de acceso. Al final de este camino suele estar la última casa, ésa era la mía. Por lo tanto yo era la única de todos los habitantes que debía salir marcha atrás treinta metros, lo cual no hubiera sido una maniobra de riesgo si no hubiera sido porque cuatro metros delante de las fachadas de las  casas emergían del suelo las cacetas de gas. Sí, un disparate del deficiente del arquitecto, pero allí estaban estos monolitos de ladrillos a la vista, con macetones encima para disimular su ridiculez.
Me subo al auto, lo pongo en marcha, el caño de escape hace lo suyo y de pronto me veo envuelta en una nube de vapor compacta. Espero unos minutos a ver qué sucedía, pero nada cambiaba y, como me apremiaban los tiempos, decidí que saldría a como dé lugar.  Puse marcha atrás y comencé a desandar el sendero de canto rodado.  No veía un pito, ni por el espejo retrovisor ni con mis propios ojos mientras giraba la cabeza en ciento ochenta grados cual una lechuza poseída.    Y de pronto sucedió, vi las luces que se encendieron en el interior de una casa eclipsando la nube gris a la que de a poco me acostumbraba. No sé qué hice, verdaderamente. Lo único que recuerdo es el estruendo de ladrillos, cemento y chapa y, un poco después un sonido como un silbido sordo. Shhhhhhhhhhh. El auto detuvo sólo su marcha. El silbido proseguía. Me mareó un olor a gas indescriptible. Apagué la luz baja, saqué las llaves y… salí corriendo hacia mi casa, pensando en que el tubo de gas del auto se habría perforado. No pensaba, no analizaba, no entendía nada, no miraba hacia atrás. Sólo alcancé a ver a Norita que desde la arcada de mi casa me miraba venir hacia ella con los brazos en jarra. “Nori, hice bosta el auto, no veía un carajo, se rompió el tubo de gas”. Me abrazó, calma y analizando la imagen. “Nori, esperemos un ratito hasta que se descargue el tubo y después voy a decirle a mi vecina que me perdone, que me hago cargo de todo”. Norita me abrazaba, me pasaba la mano por el pelo y yo temblaba. Pero me dijo: “Paulita, no es el tubo del auto, es la caceta de gas de tu vecina, rompiste el caño maestro del gas de su casa”.
“Quéeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeee?”
Entonces mi vecina salió disparada de su casa en camisón, pantuflas, y con su hijo de la mano. Se me vino al humo con cara de enajenada. “Qué hiciste?” No podía responder, no lograba hilvanar una frase, ni una disculpa. Ella y Norita hicieron los llamados pertinentes desde mi teléfono mientras yo miraba con expresión ida. De golpe escucho: Bomberos; policía; emergencias de gas… Y al unísono los gritos de los vecinos que salían en tropel del complejo, con sus hijos a cuestas, casi en cueros porque yo a todos los había sorprendido en el mejor de los sueños.
¡DESALOJEN, desalojen las casas, salgan todos así como están!  Eran las voces de la policía que ordenaba la evacuación del complejo entero: ocho familias con hijos y abuelos y demás entenados.   Yo veía las luces circulares en rojo pasar por mi ventana como una fantasmagoría. Norita levantó a las nenas, las abrigó un poco y las hizo descender para salir a la noche fría del invierno. Sol, la más pequeñita, todavía medio dormida, gritó: ¡E.T! Y allí subí yo las escaleras para buscar a E.T, con quien duerme desde que es bebé. Eso fue lo único que pude hacer.
Cuando puse los pies en el canto rodado del camino fui viendo cómo todos los vecinos más los curiosos de ocasión estaban en las veredas, mirándome con deseos de lincharme. Todos tiritaban y yo era la ÚNICA QUE ESTABA DE MUCHO TAPADO Y BOTAS. Me recuerdo escabulléndome en un mar de improperios mientras oía mi voz decir una y otra vez: perdón, perdón, perdón… Desde la vereda pude ver por primera vez el espectáculo dantesco de mi auto apoyado sobre los escombros de la casilla, envuelto en una nube de  gas que se elevaba al cielo. Fue apabullante. Los segundos y minutos después ya no los recuerdo, pero todavía  siento los puñales de la gente tiritante apoyados sobre mi espalda.
Cómo salir de la vergüenza? Y, no se vuelve más de ella, simplemente se convive con cierto aplomo.
Yo llamé a mi colegio para decir que una tipa del complejo me había tirado la casilla a la mierda y que no podía dejar a mis hijas solas en aquella locura. La respuesta de quien me atendió fue: “pero cómo te tiró la caceta? Es boluda?” Y yo respondiendo: Sí, es reboluda, qué querés que te diga?”
Cuando un ingeniero de Gas logró cortar el suministro, y permitió que la gente rehabitara sus casas ya había amanecido. Mi auto aún yacía sobre los escombros hasta que se aireara (encenderlo con todo ese gas dentro hubiera sido una calamidad). Horas más tarde fui hasta un supermercado cercano a buscar algunas cosas y oí como un señor le decía a otro:
“Sí, yo estuve ahí, la vi salir enloquecida, a fondo. Se llevó puestas tres casetas de gas”. Hablaba de mí, o de lo que él creía haber visto porque a esa hora nadie estaba fuera de su cama, esa mañana de invierno inclemente. Yo pasé a su lado con mi hija y las dos nos miramos y nos reímos. Todo el barrio había sido testigo. Todos me tenían en la boca.
Fueron mis cinco minutos de gloria, lástima que no pude dar la cara porque me la había devorado la vergüenza.

M.P.V.
 

martes, 24 de mayo de 2011

Recomendaciones para una boda

Recomendaciones para una boda
En épocas de Wedding Planners yo me pregunto: por qué no se agrega a toda la parafernalia de la fiesta una persona destinada a filtrar de las fotos a aquellos que sí o sí se a
rrepentirán de haber asistido con un lookete bestial. No digo hacerlo con maldad y sorna, sino más bien con una actitud discriminativamente caritativa hacia aquellos que, como yo, miran fotos antiguas y decididamente se quieren matar. Cuánto agradecería, ahora, que alguien hubiera censurado mis imágenes o que alguna samaritana me dijera: “Chiquita, te vas a arrepentir”.
Por ejemplo, no recomiendo aparecer en fotos oficiales si estás de postparto. A mí,  dos bodas me encontraron en ese estado. La primera fue ocho meses después del nacimiento. El problema no era el exceso de peso, sino la falta de estado de mi pelo. A duras penas llegué a terminar de arreglar a la niña para la hora convenida. Tenía yo un rubio espantoso y unos rulos violentos que no logré desterrar, lo único que logré manejar (por falta de tiempo) fue el flequillo. Por lo tanto ahora me veo eternizada, encarnando una especie de Gissellle Rímolo en su mejor momento soldanesco.  
En el otro caso me tomé mi tiempo y exigí al padre que se hiciera cargo de las dos niñas para poder dedicarme a mí, pero NADA tuvo sentido porque ahora (a un mes y medio de nacida mi segunda niña) el problema ya no era ni la falta de tiempo ni el pelo: el GRAN problema era yo y mi GRAN tamaño. Tardé horas en tratar de encontrar una solución y me decidí por una de esas fajas reductoras de talles que van desde la cadera hasta el borde inferior del suotien (cómo estoy con el francés, por Dios). El inconveniente mayor, y es por eso que enumero estas recomendaciones, es que esas fajas con el paso de los minutos comienzan a enrollarse de arriba hacia abajo. De modo tal que, una vez salida de la iglesia, comprendí al tacto que tenía una especie de  matambre entre la cintura y el pecho. Todo aquello que la faja había subido desde la cadera quedó alojado en el talle, gordo e incomprensible para los demás. Con el agravante de que me estrangulaba en las costillas y me provocó un desvanecimiento, que por supuesto hice pasar por un desmayo emocional.
Me siento en la obligación de aclarar que antes de esto, cuando aún estaba ingenuamente enfundada en aquella amiga engañosa, me maquillé, me peiné y me coloqué desodorante. Uno de esos que llevan escrita la leyenda: No deja huella. Por supuesto que dejó una huella indeleble en la escasa prestancia que me quedaba. En todas las fotos se puede observar a una mujer inflada, con un vestido sin mangas (sí, me puse un vestido sin mangas a pesar de que mis brazos eran del grosor de los acueductos  romanos, porque toda mujer que termina un embarazo desea ser sexi con premura) y debajo de las axilas se observan dos semicírculos blancos de antitranspirante. Claro que en aquella situación todos habrán pensado: ¡Pobre gorda, está chivando canelones! No los chivé, pero sí me los comí, y estaban riquísimos.
Otra cosa no recomendada, en caso de superar los cuarenta años, es tratar de innovar haciéndose la “retro”. Ése es un dejo de originalidad reservado a las jovencitas. Por ejemplo, tratar de emular a una dama de los años ’20, con talle bajo y ondas apretadas a la cabeza no te otorga originalidad, te transforma inevitablemente en una Greta Garbo de ochenta años. Por otro lado, si la elegancia no es lo tuyo, y tu estampa se acerca más a la de Coca Sarli se corre el serio riesgo de asemejarse a Catita imitando a Greta. Por lo tanto, queridas mías, no a lo retro; sí a lo clásico. Y por qué digo a lo clásico? Porque estar en “la cresta de la ola” o al “último grito de la moda” te arrojará a ser un personaje “demodé” en menos que canta un gallo. Sabemos que los gallos cantan al amanecer. Ergo: a las cinco de la mañana del mismo día de la boda ya serás una ridícula pasada de onda que alimentará las risas de los demás por años.  Tal es el caso de la vez que acudí a un casamiento con mi famosa permanente croquiñol, flequillo ochentoso y cejas monumentales. No hay navidad, ni año nuevo, ni día de la madre (y eso que soy una madre argentina) en que algún/na trasnochado/a no me recuerde mi falta de buen gusto. Comienzo a temblar cuando alguien se levanta de la mesa al son de: Miremos fotos viejas. Entonces yo inicio mi serie de puteadas, que son interminables porque, como toda profesora de letras que se precie, tengo un lenguaje riquísimo.   Yo sé que nadie quiere ver nada, excepto mi bochornoso look de aquellos entonces.
Me consuela saber que he visto, incluso, a mis abuelas padecer estos actos de sadismo familiar. Por ejemplo, mi abuela paterna (la árabe) en el casamiento por civil de mis padres se había colocado un sombrerito aplastado, con caída hacia el costado izquierdo. Seguramente era de brocato o algún material por el estilo. Deber de haber sido un lindo sombrerito, pero en su cabeza se transformó en una tortilla española donde sólo falta un  chorizo colorado. Eso sí, no hay vez en que miremos las fotografías sin que alguno vocifere: La abuela se había metido un revuelto gramajo en la cabeza.
Otra cosa, ojo con el maquillaje. Si estás medio baqueteada, mejor pintate poco y de manera natural. De lo contrario, a eso de las dos de la mañana, luego de comer como yegua (porque, saquémonos la careta, vamos a los casamientos a comer… al menos la gente que, como yo, sabe disfrutar de la vida), luego de que el alcohol haya comenzado a hacer estragos, y los estragos se manifiesten en un dancing furioso   en medio de la pista… entonces, luego de todo, lejos de ser el decorativo centro de atracción te habrás transformado en una suerte de cabaretera en decadencia, alcoholizada, que baila sola y hace papelones con unas ojeras de rímel más propias de un psiquiátrico que de una boda bien llevada.  Una escena por el estilo puede concluir con un padrino de ceremonia diciéndole a los amigos del novio: ¡Por favor, que alguien se lleve a esa mujer de acá!   Y que no te sorprenda la decisión del padre de la novia con una tranca ácida, de esas que te hacen pasar de la alegría alucinada a desenvainar un cuchillo de postre gritando a los cuatro vientos: Yo no estoy borracha, yo sólo me estoy divirtiendo, déjenme en paz con los Bee Gees. No, te recomiendo que no te suceda, ya que te vas a perder los próximos diez casorios a los que podrías haber asistido.
Por último, y no menos importante, cuidadito con el peinado. Siempre debemos recordar que no hay que luchar contra la naturaleza. Es decir, si tenés el famoso pelo crespo, no te hagas la planchita. Procurá utilizar las cresposidades a tu favor. Te puede suceder, como a mí, que diluvie el día de tu propia boda y en el momento exacto en que hagas tu ingreso a la iglesia. Si te sucede y te agarra una lluvia con viento en todas las direcciones ni una sombrilla evitará que te mojes parte del peinado. Si tu pelo es crespo, entonces terminarás con una suerte de vello púbico en la cabeza; en caso de tener pelo lacio y haberte hecho bucles (detesto los bucles) entonces aparecerás para la posteridad retratada con aspecto de gallináceo, como si te hubieran escupido, al mejor estilo Mi gran Casamiento griego.   
Bueno, he tratado de contribuir con mi granito de arena para que no repitan errores ajenos.
Ahora, si están por casarse en estos días y ya tienen decidido un lookete decadente  pueden remediar la situación de la siguiente manera: no contratar fotógrafo ni camarógrafo. De paso se ahorran unos buenos mangos. ¡Habrase visto, con lo que cobran!

María Paula Villanueva


martes, 10 de mayo de 2011

Maternidad: un engaña pichanga?

Volvamos a la primera persona, que ya he expuesto a varias amigas por el camino y en un solo texto.
En un tren más serio de lo que suelo escribir en este blog voy a decir algo de lo que estoy convencida hace exactamente 18 años: La maternidad es la forma más generosa del egoísmo.  Yo he oído a alguna que otra, en momentos de exasperación materna, gritar: “Me debés la vida”. MENTIRA. Nadie nos envió un telegrama colacionado pidiendo nacer, mucho menos pidiendo nacer de nosotras, específicamente.
Así fue como luego de soñar con niños dormidos, niños despertando entre gorjeos de pajaritos, niños sonrientes que, algún día, me acompañarían a hacer las compras al mercado y meterían con sus manitas los objetos que les indicara; luego de soñarme bella y resplandeciente, peinada y maquillada correr con ellos entre las piernas para ir a recibir sonriente a mi esposo luego de su jornada de trabajo… luego de tanta cosa me encontré con la realidad de la cosa.
Por dar un ejemplo, mi adorada hija mayor despertó a la vida un 7 de septiembre y no volvió dormirse por tres años.  Ninguna de las dos volvió a dormir por tres años. Eso no estaba en mis planes. Este tesorito no lloró cuando nació, cosa preocupante para una primeriza, pero comenzó a hacerlo dos horas después y no se detuvo más. Yo, que había leído tanto acerca de la lactancia y sus virtudes (inmunidad, vínculo, lazo, etc.), me empeñé en amamantarla durante tres meses. Me acribillaron a tiros con EL PECHO MATERNO, el cual, al cabo de tres meses había provocado una cuasi desnutrida que además, sin dientes, mordía como un tiburón.  Cuando los pediatras varones, que no saben lo que significa dar EL PECHO A DEMANANDA (estar todo el día con la teta en la boca de tu hija), descubrieron que mi niña estaba casi desnutrida me indicaron la leche sintética. “Ahora, me dijeron, dejará de llorar”. Recuerdo que salí corriendo de la clínica como una drogadicta en busca de un estimulante. Llegué a la farmacia más cercana y vociferando dije: “¡Quiero leche sintética!”. Y entonces comenzó la otra etapa: los gases.  Por supuesto, no dejó de llorar.
Así y todo buscamos otro hijo, que resultó otra hija. Y llegó una niña calma, adorable, apacible para hacerle compañía. Se entretenían juntas. La mayorcita hacía de madre y el tiempo comenzó a ser más plácido y nosotros, envalentonados con la vida que se encauzaba, fuimos por más. Nació nuestra tercera preciosura, otra niña calma, sabia, serena. En realidad la sabia y serena a estas alturas era yo. Pero, aunque las más chiquitas eran independientes yo debo de reconocer que nada se parecía a lo que había soñado: Las bellas durmientes no vivían en mi casa; los despertares eran un griterío de tres mandriles enloquecidos que pataleaban desde sus cunas o en el piso de madera del cuarto; el regreso de mi esposo no me encontraba jamás hecha una diosa, sonriente, con hijos entre las piernas. Más bien él abría la puerta y veía mis ojos encendidos , ojos de cobra venenosa, cansada, acobardada.   
Tengo hijas, todas mujeres que hablan y hablan y hablan desde que adquirieron el don de la palabra, es decir, 10 meses después de haber nacido. Mi casa era y es un sitio donde uno escucha voces todo el día: hablamos entre nosotras, hablan entre ellas, hablamos solas. Mi esposo observa la escena con una especie de resignación amorosa.
Hemos criado solos a nuestras hijas: jamás tuvimos la señora con cama adentro ni las abuelas niñeras. Hemos estudiado y trabajado y criado hijas casi sin ayuda, por decisión nuestra. Eso implicó unos diez años en los cuales hicimos dos salidas solos, una de las cuales fue a un casamiento. Estábamos excitadísimos. Nos vestimos, nos perfumamos, dejamos a las pequeñas con una señora de confianza (que cobraba por horas) y nos dispusimos a pasar una noche de locos.
Llegamos al salón de fiestas y fue como descubrir que había cambiado la moda, que ya no usaba el Frizzé en el pelo femenino ni las pastillas en las mejillas de un rugbier, no digo viejo, pero sí poco agiornado. Así y todo a nosotros poco nos importaba incluso quiénes se casaban. Era NUESTRA NOCHE.   Tomamos unos “drinks” en el hall de recibimiento. Tomamos más de uno y presurosos (algo nos corría por detrás: las horas de baby siter). Nos convocaron a las mesas y allí fuimos, exultantes, a esperar que apareciera el primer plato. Entonces, cuando él se llevaba el primer bocado sonó el teléfono celular y nos dijo la baby siter que “la nena tenía fiebre”.  Una hija con fiebre se traduce en tres hijas afiebradas en menos que canta un gallo. Total, que oír la noticia y apersonarnos en casa tomó unos veinte minutos. La noche había terminado, el reloj había dado las doce y los tipitos dejaron el hechizo atrás.
Verdaderamente reconozco que aquella salida fue una especie de confrontación con un estilo de vida que añorábamos, pero que una vez vueltos al ruedo no nos prodigó tanto placer como imaginábamos. Por lo tanto, estar de vuelta en casa, antes de que sea tarde para amanecer con una resaca espantosa y aún así hacerse cargo de las nenas, resultó muy placentero. Terminamos la noche frente a la video casetera, viendo Aladín, con nuestros piojitos metidos en la cama.
Este tipo de eventos sociales, que te exponen a la realidad de que hay una parte de vos que ya no volverá , nos quitó las ganas de hacernos los pendejos por un tiempo bastante largo. De manera tal que nos dedicamos a la paternidad a pleno y con buenos resultados. Por supuesto, esto no es el fin de un cuento a la manera de S.O.S Niñera. Hemos pasado las de Caín: hemos amenazado hijas con un portero, que era más bueno que el pan, a la manera del viejo de la bolsa; hemos visto pintarse las paredes del cuarto de las niñas con pinturas rupestres de leche con chocolate; hemos encerrado pequeñitas en el baño a oscuras como penitencia y hemos comprobado que les divertía quedarse solas, encender la luz y pintarrajearse las caras con mis rubores de marca; yo, particularmente, he dado una paliza importante por primera y única vez y… CON GRANDES RESULTADOS. Y luego de tanta agua bajo el puente he comprobado que para mí no se hicieron las dictaduras: de niña dictaban mis padres; de grande dictan mis hijas. Recién cuando comprendí que el cambio generacional entre mis padres y yo, a mí, me cagó la vida y me quitó el látigo de las manos y me llenó de culpas infundadas y  me cubrió de dudas innecesarias pude aceptar que en la medida de las cosas está la calma para la crianza. Ni tan calvo, ni con dos pelucas. Y, a propósito de Freud y cosas por el estilo, cierro estas memorias no tan lejanas, con una anécdota que pinta un poco el asunto de cómo ser padres y no morir en el intento ni matar la latente felicidad de los hijos, puesto que un chico que tiene todo, es un eterno insatisfecho (aprendizaje tardío, pero no tanto).
Cierta vez me convoca la psicopedagoga del colegio de mis hijas, quería contarme los resultados de los test hechos a las chicas. Fuimos con mi esposo. Nos miró la señora con cara de escrutarnos. Despliega los dibujitos de las nenas  y las respuestas que ella misma había transcripto en una hoja cuadriculada.
Nos dice: “Bueno, acá se ve una familia compuesta de manera muy adecuada. El padre y la madre con las alturas más altas, las hijas con tamaños adecuados. Todos los miembros de la familia están tomados de la mano, todos sonríen. Mm”.
Nosotros sonreímos, obvio. Pero luego la señora retoma el discurso y lee las respuestas de las nenas sobre nosotros dos. Todas eran encantadoras: “papá y mamá se ríen siempre; vamos a comer a Mc Donalds porque a nosotras nos gusta; en la casa de mis tíos jugamos todos en la pileta; los fines de semana vemos películas; mamá es la que más nos reta (no nos pega); papá nos trae chupelatines cuando viene de volar, etc..” Y luego de aquello que leyó afirma: “es una imagen de familia casi ideal. Podría ser una especie de fábula, parece un discurso armado. No los acuso de nada, pero no suena real, es un poco sospechoso. Yo me pregunto si esto será tan así o se esconde algo bajo la idea de familia ”.
¡Cri, cri, cri!
Yo apenas pude decirle alguna cosita, mi marido miraba atónito. Entonces cuando me cayeron las fichas de años de paternidad compartida, de cansancio, de paciencia encontrada en lo más recóndito de mi naturaleza temperamental; cuando recordé cuánto habíamos dejado de lado por aquellas nenas, felices, cuando fui consciente de que nuestra felicidad iba de la mano de esta idea de familia que habíamos construido con sueño, con improvisación, con buena voluntad, con errores seguramente, entonces, recién entonces atiné a decirle: Por qué será que los dibujos y las respuestas que hablan de una familia nefasta son tomadas tantas veces como fabulaciones de niños y las imágenes de una familia feliz despiertan tantas sospechas?
Nos fuimos convencidos de que no éramos creíbles como familia y eso, aunque parezca mentira, nos hizo muy felices.

María Paula Villanueva