martes, 18 de octubre de 2011

Eufemismos que nos facilitan la existencia

Eufemismos que nos facilitan la existencia

Un señor que he descubierto hace poco, Rastelman,  ha publicado en su Blog unas reflexiones sobre los “eufemismos”. 
Me ha hecho reír mucho con estas frasecitas que oímos al pasar y decimos sin pensar.

 He aquí una lista notable:  

Te quiero como amigo / no te toco ni con un chorro de soda...

Con X estamos atravesando un momento complicado / Con X estamos como el orto

Estoy con una situación financiera particular / Estoy en pampa y la vía

Crocante / Quemado.


Es una persona bastante especial /Es un insoportable

Tomémonos un tiempo, salgamos con otra gente/ No quiero volver a verte porque ya tengo a
Alguien

Tengo huesos grandes / gordo

Es un tipo interesante/ Es un bagre

Estoy hinchada/ Estoy gorda

Tengo curvas/Tengo rollos

Tenemos una relación abierta/Tengo cuernos

Está muy húmedo acá/Estoy chivando canelones

Decidimos separarnos/Me colgó la galleta

Estoy flojo de vientre/Me cago de parado

Cómo vas de cuerpo?/Cómo es tu caca?

Me fue bastante bien/ Me fue como el culo

Me lo voy a tomar como unas vacaciones merecidas/ Me echaron a la bosta, dame los avisos clasificados!

Ligera de cascos/Trola

Prometeme que me vas a perdonar/ Ya sé, es imperdonable

No sos vos, soy yo/ Vos me tenés repodrido, yo estoy bárbaro

No soportaba más a la mucama las 24 horas en casa/ No puedo pagarle a la paraguaya ni dos horas al día

La mucama era muy invasiva/ No le puedo pagar el sueldo

Ya terminan las clases, tirá con lo que tenés/No tengo guita ni para una goma

Tengo la cabeza en otra cosa/Tengo la cabeza en otro/a

Divino, tu nene! Pero mañana no estamos en casa/ Un insoportable el pendejo, no me lo traigas más!

Fue un toquecito, nomás!/Le volé el tren delantero al auto

Me fijo qué te puedo hacer de cenar con lo que tengo/ ¡Traete una pizza, viejo!

Bueno, bueno… no es lo que se dice un superdotado /La tiene chica

Pero, es muy dulce/La tiene muy chica

Estoy casi en mi peso/Me faltan diez kilos para llegar a mi peso

Me agarrás en mal momento/Estoy hecha un bofe, como siempre.

No seas tonta! Estás divina!/Boló, te pasó un camión por arriba!

Estoy hecha un toro de gorda!!!/ Por favor, díganme que no estoy hecha un toro!!

Que los disfruten!





jueves, 6 de octubre de 2011

Aunque usted no lo crea

Lo que contaré hoy pertenece a esa esfera de lo inverosímil, como casi todo, y versa sobre acontecimientos acaecidos allá por el ‘89. Hablo de 1.989, claro está y eso indica que yo tenía apenas 21 años y mi hermana 24.
A saber: somos dos muchachas que hemos atravesado etapas de hinchazón notable. De alturas promedio, contexturas promedio y peso promedio… cuando no estábamos “infladas”. Tenemos una característica física que en su momento era muy deseada: espaldas grandes. Sucede que en esa época el influjo del modelo  Bo Derek en 10, La Mujer Perfecta daba todavía coletazos y esas figuras un tanto masculinas caían en gracia..  Nosotras contábamos con la suerte de que a nuestros hombros grandes se le sumaban cinturas pequeñas, pechos destacables y caderas redondeadas. Dicho así, lo cual no deja de ser cierto, uno diría que éramos dos ninfas. La realidad es una cosa bien distinta.
Un cuerpo de guitarra con diez kilos de más se transforma en un contrabajo. Queda claro el punto? Por citar un ejemplo de aquellas metamorfosis que padecíamos con frecuencia (de delgadas a “hinchadas”) y que provocaban reacciones varias citaré una anécdota.
Nuestro hermano mayor, algunos años antes de los hechos aquí narrados,  se había ausentado de casa por 40 días ya que estaba haciendo el famoso “campito” de la conscripción. Regresó a casa famélico, con nueve kilos de menos un sábado por la mañana. Mami había preparado tortas y el mejor café para recibirlo. Él entro en la casa, mis padres lo abrazaron, conversaron un rato hasta que la puerta del comedor se abrió y, para su sorpresa, vio aparecer dos alemanotas gigantes. Dos “Helgas”, según sus propios dichos, que semejaban a la mujer de Olaf, el vikingo. Por supuesto que de alemanas, nada. Se trataba de sus dos hermanitas que se había decolorado el pelo y se habían tirado los casi diez kilos que él había perdido. Tan estupefacto estaba que nos miraba azorado, nos tocaba los brazos como quien acaricia un jamón serrano, nos hablaba tratando de descubrir quiénes se encontraban detrás de los diez kilos y la cabellera blonda.
Pues que siendo dos mujeres monumentales un cierto día nos sucedió algo verdaderamente extraordinario: nos dio una zurra bestial una anciana de más de setenta años que pesaría 45 kilos en toda la furia.
Mi hermana acudió a una mueblería a reclamar una cajonera que no había llegado a su domicilio el día anterior, tal como habían quedado. La propietaria, es decir, la adorable viejita, la maltrató. Mi hermana, extraño en ella, no pudo reaccionar debido a lo alucinado del maltrato y entonces fue en busca de la Negra liera de la casa, o sea YO.  Y allí fui, convencida de que la vieja no sólo le pediría disculpas, sino que además le haría una rebaja.
Entramos, mi hermana reclama la cajonera para llevarla nosotras en el auto. Yo miraba con cara de chacal, atenta a todo aquello que se decía. Mi hermana pide la factura, la cajonera reposaba en el suelo que era un mar de muebles donde prácticamente una no se podía mover. La viejita, que hasta entonces no parecía ser aquella que la había insultado pues se manifestaba hasta dulce, diría yo, la miro con rostro desencajado y arremetió otra vez: “Vos qué te pensás, piba? Que somos todos delincuentes? Que evadimos impuestos? Eh, qué te crees?” Entonces fue mi turno de salir de las tinieblas. “Escúcheme una cosa, primero baja el tono porque es su obligación. Estamos? Luego, yo soy de la inmobiliaria y esta chica sólo está pidiendo aquello que yo le solicito.” Entonces, no sabemos aún muy bien cómo, la vieja  abrió una boca de dragón para decir a los gritos: “Y vos, put.. de mierd.., quién te crees que sos?” (Nótese que eludo las malas palabras porque soy una chica con modales). “Cómo dice?” Y todo se fue de madre. La vieja le sacudío un manazo en la espalda a mi hermana. Ésta se retorció de dolor. “¡Vieja put…, a mi hermana no la tocás! Le dije con toda la clase. “Y para vos también hay”, dijo la vieja. Y ahí nomás se me vino al humo. Decir que me fajó como a un pibe de cinco años es poco. Mi hermana trataba de asestarle un golpe para dejarla knock out, pero nada… me acerqué como pude entre aquellos trastos tirados por el piso. Alcancé a tirarle de los pelos, pero me quedé con un mechón canoso en la mano. Volvió a pegarle a mi hermana en los brazos, en los hombros. Las dos gritábamos enajenadas, la vieja gruñía mientras seguía dando golpes al vacío, a nuestros corpachones. De golpe me le acerqué y la señora, al verse cercada, se afirmó en la pierna derecha y comenzó a girar mientras tiraba patadas al aire. Se movía cual un compás humano. Una de sus patadas me dio en la pierna, muy cerca de las partes pudendas (tenía puesta una minifalda de jean). Todo este disparate debe de haber durado unos dos minutos eternos. De pronto una adolescente salió de atrás de una cortina, es decir que había oído todo, y dijo: “Basta, mamá!”. Fue entonces cuando la poseída por el demonio entró en una especie de letargo exhausto. “Oíme, vos sos una turra, estabas oyendo el desastre y no hiciste nada. Nos fajó, tu mamá nos fajó!”. Por toda respuesta recibimos un: “Sí, ya lo sé”. “Lo que no sabés es la denuncia que les voy a meter, no van a venir ni los perros a comprar nada”.
Otra vez la vieja salió del letargo y arremetió. Contra quién? Otra vez contra mi pobre hermana. Le dio una palmada en la espalada mientras ésta comenzaba a correr hacia los fondos del terreno donde había visto un hombre mayor que serruchaba. “Señor, señor, por favor!” Nada. Corrí detrás de mi hermana para alejarme de patadas, manazos y arañazos. “Ey, usted, esta mujer nos está pegando. No le hicimos nada. Por favor, nos pega”. Respuesta: “¡Sí, ya lo sé, le pega a todo el mundo!”  
Cri cri cri cri cri cri
Es extenuante contarlo y seguramente leerlo, por eso resumo. Salimos media hora después de ser ingresadas, con la cajonera y la factura. Me subí yo al volante y mi hermana me pidió que tuviera el auto encendido y “preparado”. La vi desaparecer por el espejo retrovisor, la vi entrar en la mueblería, temí tener que ir a rescatarla… en cambio la vi salir corriendo, llegar hasta mí, subir al auto y gritarme: Acelerá!!!!!!!!!!!!!
La vieja, milagrosamente, no la corría porque ella, en un descuido de la propietaria que seguramente se estaba tomando un té para recuperarse de la golpiza que nos había propinado, le había tirado todos los muebles que colgaban de las paredes (marcos de espejos, ventanas, etc.) obstruyéndole la salida.

                                                M. P. V.
Nota del autor: para quien no cree esta historia cito:
TODO MADERA”. Avda. Colón al 700. Bahía Blanca, Argentina.
Agresora: mujer de 70 años. Croquiñol, pelo corto, anteojos, cara angelical.
Nota del autor 2: Terminamos en la comisaría, intentando hacer la denuncia… pero eso, es para otro texto.

lunes, 26 de septiembre de 2011

No te identificarás con el problema de tu amiga

 No te identificarás con el problema de tu amiga
El problema es la manía compulsiva de la identificación. Nos identificamos con las protagonistas de las películas, con la amiga en desgracia, con la cornuda, con la abandonada, con la amada hasta la locura, con la que deja huella, con la que no la deja,  con la que tiene problemas con el jefe, con la que está enamorada del jefe… nos identificamos.
Basta que venga tu amiga a contarte que peleó con SU pareja por el asuntito de… para agarrar viaje en la locura sin ton ni son de la pelea con TU pareja por el asuntito de… . No me digan que esto no es de uso exclusivo femenino porque lo discuto a muerte.  Los hombres son más llanos también en esto. Ellos dicen: ¡Qué bueno, che, mi mujer no es así de celosa! Punto. Nosotras buscamos la manera de descubrir que ELLOS son como el marido de TU amiga, pero nunca te habías dado cuenta. Punto. Es así.
En próximos episodios, a la manera de los folletines de Puig, iré desgranando este tema tan florido pues da para mucho, pero hoy me dedicaré a la más absurda de las identificaciones: la que he tenido esta mañana CONMIGO MISMA, PERO EN OTRA ÉPOCA.
Resulta que mi esposo me pide que le revise los mails. Me da su contraseña. Entro en su casilla. No tiene mails, pero claro, no podía terminar ahí el tema, entonces me voy a todo el menú: BORRADOR- MENSAJES ENVIADOS-BANDEJA DE ENTRADA-SPAM. Todo. Veo los “asuntos” de los mails y observo con ojo de chacal unos títulos muy sugestivos: Hola, lindo; Bebé, te extraño, etc..  Decir que me puse como loca es poco, lo cual me hizo daño pues me mal predispuso aún cuando corroboré que todos habían sido enviados por mí hace años. Obviamente aquí no termina todo puesto que me dispuse a leer el contenido escrito por mis propios dedos, entonces fui a dar con uno que bajo el título amoroso encubría un reclamo por no sé qué abandonos sucedidos en el pasado. Tipo: te pido por favor que me escribas qué hago con los impuesto atrasados, no es fácil hacer de madre-administradora-profesora , sola, sin vos acá.  Luego, claro, me puse a pensar en cuánta razón tenía aquel mail. Qué se había creído este tipito en esas épocas, mientras él volaba en destinos exóticos yo me devanaba los sesos en ver cómo organizaba mis días y los de nuestras hijas. Total, que para cuando él se levantó yo era una furia que no sabía cómo conducir mi discurso de reclamos prescriptos hace años.
-Y, te fijaste, linda? Tengo algo?
- No. No tenés nada de afuera.
- Mejor. Desayunamos?
- Mejor te traés un café y me explicás una cosita.
- Qué pasa?
- Vos me podés decir qué carajo hacías en Sudáfrica que no me respondías a lo que te preguntaba en los mails? Salías, te embriagabas, frecuentabas burdeles?
Por toda respuesta obtuve una carcajada que me sacó de quicio. Yo apelé con un grito mientras él se alejaba para prepararse el café: las nenas eran chiquitas!!!!! Pero siguió riendo hasta que me le acerqué amenazante (nunca siquiera sospechó que estaba tentada de darle un cazote en la nuca); se dio vuelta y me manoteó de la cintura (porque no fue un abrazo). Sabés que tu humor es una de las cosas que más me gustan de vos?
Me fui al espejo riendo, me vi frente al espejo con cara de recién amanecida y entonces agradecí a la vida que este muchachote que es mi esposo siga confundiendo mis reclamos trasnochados con sentido del humor. Si no, de qué se agarraría para seguir conmigo?
Pará, pará, pará… que ahora que pienso bien, el cumpleaños mío del año pasado no me trajo ni una margarita silvestre. Ah, no, ahora que recuerdo cuando cumplimos un años de casados tampoco se acordó… igual que el marido de Clarisa. Son todos iguales, pobre Clarisa y encima le levantó la mano una vez (bueno, le levantó la mano para frenar la de ella que estaba a punto de darle un sopapo), casi como cuando hoy me agarró de la cintura a los manazos. No, ves? Qué te digo, son todos iguales.
-Che, nene, dónde estás? Vení que te digo una cosita, pero escuchame bien…
                                                        M. P. V. 

martes, 14 de junio de 2011

Confieso que he chocado

Confieso que he chocado
Sí, yo que durante más de veinte años manejé sin chocar y acusé, entre otros, a mi esposo de negligencia y  falta de atención. Yo, que llevaba orgullosa el récord de miles de kilómetros incólumes. Yo, la impoluta al volante… yo, confieso que no sólo he chocado, sino que lo hice de manera bestial y a lo grande, como para empardar tantos años de buena conducta con un solo acto.
Era una oscura mañana cordobesa. Siete grados bajo cero de un invierno impiadoso y húmedo. Debía manejar 30 kilómetros sólo para ir a mi trabajo y eso me obligaba a salir de casa a las siete de la mañana, con las estrellas aún en el cielo. Era un jueves de “paro docente”, pero mis colegios nunca se adhirieron a los paros, ni yo tampoco. Por esta razón el complejo en el que vivía estaba literalmente muerto. Los padres aprovechaban a dormir más de lo acostumbrado, libres de la tortura del madrugón argentino para portar sus hijos a clases. Mi alma y yo estábamos levantadas desde las seis, desayunando en calma, oyendo el sueño de mis hijas que tampoco tenían clases. Se fue haciendo la hora de salir y entonces sólo me restó esperar la aparición de Norita, la señora/amiga/madre que me ayudaba en casa, para poder irme y dejar mis hijas a resguardo. Escuché la puerta que se abría, me coloqué rauda el sacón blanco de paño, me enrosqué una bufanda de piel al cuello, subí el largo cierre de las botas y descendí las escaleras. “Paulita, hace un frío tremendo. Andá con cuidado porque no se ve nada. No hay luna.” “Sí, tesoro, quedate tranquila. Cualquier cosa me llamás al colegio.”   
Aclaro la ubicación de la casa pues es imperioso para la futura comprensión de los hechos. Nuestro complejo era uno de esos ubicados en barrios parque, en los que se edifican las casas al costado de un largo camino de acceso. Al final de este camino suele estar la última casa, ésa era la mía. Por lo tanto yo era la única de todos los habitantes que debía salir marcha atrás treinta metros, lo cual no hubiera sido una maniobra de riesgo si no hubiera sido porque cuatro metros delante de las fachadas de las  casas emergían del suelo las cacetas de gas. Sí, un disparate del deficiente del arquitecto, pero allí estaban estos monolitos de ladrillos a la vista, con macetones encima para disimular su ridiculez.
Me subo al auto, lo pongo en marcha, el caño de escape hace lo suyo y de pronto me veo envuelta en una nube de vapor compacta. Espero unos minutos a ver qué sucedía, pero nada cambiaba y, como me apremiaban los tiempos, decidí que saldría a como dé lugar.  Puse marcha atrás y comencé a desandar el sendero de canto rodado.  No veía un pito, ni por el espejo retrovisor ni con mis propios ojos mientras giraba la cabeza en ciento ochenta grados cual una lechuza poseída.    Y de pronto sucedió, vi las luces que se encendieron en el interior de una casa eclipsando la nube gris a la que de a poco me acostumbraba. No sé qué hice, verdaderamente. Lo único que recuerdo es el estruendo de ladrillos, cemento y chapa y, un poco después un sonido como un silbido sordo. Shhhhhhhhhhh. El auto detuvo sólo su marcha. El silbido proseguía. Me mareó un olor a gas indescriptible. Apagué la luz baja, saqué las llaves y… salí corriendo hacia mi casa, pensando en que el tubo de gas del auto se habría perforado. No pensaba, no analizaba, no entendía nada, no miraba hacia atrás. Sólo alcancé a ver a Norita que desde la arcada de mi casa me miraba venir hacia ella con los brazos en jarra. “Nori, hice bosta el auto, no veía un carajo, se rompió el tubo de gas”. Me abrazó, calma y analizando la imagen. “Nori, esperemos un ratito hasta que se descargue el tubo y después voy a decirle a mi vecina que me perdone, que me hago cargo de todo”. Norita me abrazaba, me pasaba la mano por el pelo y yo temblaba. Pero me dijo: “Paulita, no es el tubo del auto, es la caceta de gas de tu vecina, rompiste el caño maestro del gas de su casa”.
“Quéeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeee?”
Entonces mi vecina salió disparada de su casa en camisón, pantuflas, y con su hijo de la mano. Se me vino al humo con cara de enajenada. “Qué hiciste?” No podía responder, no lograba hilvanar una frase, ni una disculpa. Ella y Norita hicieron los llamados pertinentes desde mi teléfono mientras yo miraba con expresión ida. De golpe escucho: Bomberos; policía; emergencias de gas… Y al unísono los gritos de los vecinos que salían en tropel del complejo, con sus hijos a cuestas, casi en cueros porque yo a todos los había sorprendido en el mejor de los sueños.
¡DESALOJEN, desalojen las casas, salgan todos así como están!  Eran las voces de la policía que ordenaba la evacuación del complejo entero: ocho familias con hijos y abuelos y demás entenados.   Yo veía las luces circulares en rojo pasar por mi ventana como una fantasmagoría. Norita levantó a las nenas, las abrigó un poco y las hizo descender para salir a la noche fría del invierno. Sol, la más pequeñita, todavía medio dormida, gritó: ¡E.T! Y allí subí yo las escaleras para buscar a E.T, con quien duerme desde que es bebé. Eso fue lo único que pude hacer.
Cuando puse los pies en el canto rodado del camino fui viendo cómo todos los vecinos más los curiosos de ocasión estaban en las veredas, mirándome con deseos de lincharme. Todos tiritaban y yo era la ÚNICA QUE ESTABA DE MUCHO TAPADO Y BOTAS. Me recuerdo escabulléndome en un mar de improperios mientras oía mi voz decir una y otra vez: perdón, perdón, perdón… Desde la vereda pude ver por primera vez el espectáculo dantesco de mi auto apoyado sobre los escombros de la casilla, envuelto en una nube de  gas que se elevaba al cielo. Fue apabullante. Los segundos y minutos después ya no los recuerdo, pero todavía  siento los puñales de la gente tiritante apoyados sobre mi espalda.
Cómo salir de la vergüenza? Y, no se vuelve más de ella, simplemente se convive con cierto aplomo.
Yo llamé a mi colegio para decir que una tipa del complejo me había tirado la casilla a la mierda y que no podía dejar a mis hijas solas en aquella locura. La respuesta de quien me atendió fue: “pero cómo te tiró la caceta? Es boluda?” Y yo respondiendo: Sí, es reboluda, qué querés que te diga?”
Cuando un ingeniero de Gas logró cortar el suministro, y permitió que la gente rehabitara sus casas ya había amanecido. Mi auto aún yacía sobre los escombros hasta que se aireara (encenderlo con todo ese gas dentro hubiera sido una calamidad). Horas más tarde fui hasta un supermercado cercano a buscar algunas cosas y oí como un señor le decía a otro:
“Sí, yo estuve ahí, la vi salir enloquecida, a fondo. Se llevó puestas tres casetas de gas”. Hablaba de mí, o de lo que él creía haber visto porque a esa hora nadie estaba fuera de su cama, esa mañana de invierno inclemente. Yo pasé a su lado con mi hija y las dos nos miramos y nos reímos. Todo el barrio había sido testigo. Todos me tenían en la boca.
Fueron mis cinco minutos de gloria, lástima que no pude dar la cara porque me la había devorado la vergüenza.

M.P.V.
 

martes, 24 de mayo de 2011

Recomendaciones para una boda

Recomendaciones para una boda
En épocas de Wedding Planners yo me pregunto: por qué no se agrega a toda la parafernalia de la fiesta una persona destinada a filtrar de las fotos a aquellos que sí o sí se a
rrepentirán de haber asistido con un lookete bestial. No digo hacerlo con maldad y sorna, sino más bien con una actitud discriminativamente caritativa hacia aquellos que, como yo, miran fotos antiguas y decididamente se quieren matar. Cuánto agradecería, ahora, que alguien hubiera censurado mis imágenes o que alguna samaritana me dijera: “Chiquita, te vas a arrepentir”.
Por ejemplo, no recomiendo aparecer en fotos oficiales si estás de postparto. A mí,  dos bodas me encontraron en ese estado. La primera fue ocho meses después del nacimiento. El problema no era el exceso de peso, sino la falta de estado de mi pelo. A duras penas llegué a terminar de arreglar a la niña para la hora convenida. Tenía yo un rubio espantoso y unos rulos violentos que no logré desterrar, lo único que logré manejar (por falta de tiempo) fue el flequillo. Por lo tanto ahora me veo eternizada, encarnando una especie de Gissellle Rímolo en su mejor momento soldanesco.  
En el otro caso me tomé mi tiempo y exigí al padre que se hiciera cargo de las dos niñas para poder dedicarme a mí, pero NADA tuvo sentido porque ahora (a un mes y medio de nacida mi segunda niña) el problema ya no era ni la falta de tiempo ni el pelo: el GRAN problema era yo y mi GRAN tamaño. Tardé horas en tratar de encontrar una solución y me decidí por una de esas fajas reductoras de talles que van desde la cadera hasta el borde inferior del suotien (cómo estoy con el francés, por Dios). El inconveniente mayor, y es por eso que enumero estas recomendaciones, es que esas fajas con el paso de los minutos comienzan a enrollarse de arriba hacia abajo. De modo tal que, una vez salida de la iglesia, comprendí al tacto que tenía una especie de  matambre entre la cintura y el pecho. Todo aquello que la faja había subido desde la cadera quedó alojado en el talle, gordo e incomprensible para los demás. Con el agravante de que me estrangulaba en las costillas y me provocó un desvanecimiento, que por supuesto hice pasar por un desmayo emocional.
Me siento en la obligación de aclarar que antes de esto, cuando aún estaba ingenuamente enfundada en aquella amiga engañosa, me maquillé, me peiné y me coloqué desodorante. Uno de esos que llevan escrita la leyenda: No deja huella. Por supuesto que dejó una huella indeleble en la escasa prestancia que me quedaba. En todas las fotos se puede observar a una mujer inflada, con un vestido sin mangas (sí, me puse un vestido sin mangas a pesar de que mis brazos eran del grosor de los acueductos  romanos, porque toda mujer que termina un embarazo desea ser sexi con premura) y debajo de las axilas se observan dos semicírculos blancos de antitranspirante. Claro que en aquella situación todos habrán pensado: ¡Pobre gorda, está chivando canelones! No los chivé, pero sí me los comí, y estaban riquísimos.
Otra cosa no recomendada, en caso de superar los cuarenta años, es tratar de innovar haciéndose la “retro”. Ése es un dejo de originalidad reservado a las jovencitas. Por ejemplo, tratar de emular a una dama de los años ’20, con talle bajo y ondas apretadas a la cabeza no te otorga originalidad, te transforma inevitablemente en una Greta Garbo de ochenta años. Por otro lado, si la elegancia no es lo tuyo, y tu estampa se acerca más a la de Coca Sarli se corre el serio riesgo de asemejarse a Catita imitando a Greta. Por lo tanto, queridas mías, no a lo retro; sí a lo clásico. Y por qué digo a lo clásico? Porque estar en “la cresta de la ola” o al “último grito de la moda” te arrojará a ser un personaje “demodé” en menos que canta un gallo. Sabemos que los gallos cantan al amanecer. Ergo: a las cinco de la mañana del mismo día de la boda ya serás una ridícula pasada de onda que alimentará las risas de los demás por años.  Tal es el caso de la vez que acudí a un casamiento con mi famosa permanente croquiñol, flequillo ochentoso y cejas monumentales. No hay navidad, ni año nuevo, ni día de la madre (y eso que soy una madre argentina) en que algún/na trasnochado/a no me recuerde mi falta de buen gusto. Comienzo a temblar cuando alguien se levanta de la mesa al son de: Miremos fotos viejas. Entonces yo inicio mi serie de puteadas, que son interminables porque, como toda profesora de letras que se precie, tengo un lenguaje riquísimo.   Yo sé que nadie quiere ver nada, excepto mi bochornoso look de aquellos entonces.
Me consuela saber que he visto, incluso, a mis abuelas padecer estos actos de sadismo familiar. Por ejemplo, mi abuela paterna (la árabe) en el casamiento por civil de mis padres se había colocado un sombrerito aplastado, con caída hacia el costado izquierdo. Seguramente era de brocato o algún material por el estilo. Deber de haber sido un lindo sombrerito, pero en su cabeza se transformó en una tortilla española donde sólo falta un  chorizo colorado. Eso sí, no hay vez en que miremos las fotografías sin que alguno vocifere: La abuela se había metido un revuelto gramajo en la cabeza.
Otra cosa, ojo con el maquillaje. Si estás medio baqueteada, mejor pintate poco y de manera natural. De lo contrario, a eso de las dos de la mañana, luego de comer como yegua (porque, saquémonos la careta, vamos a los casamientos a comer… al menos la gente que, como yo, sabe disfrutar de la vida), luego de que el alcohol haya comenzado a hacer estragos, y los estragos se manifiesten en un dancing furioso   en medio de la pista… entonces, luego de todo, lejos de ser el decorativo centro de atracción te habrás transformado en una suerte de cabaretera en decadencia, alcoholizada, que baila sola y hace papelones con unas ojeras de rímel más propias de un psiquiátrico que de una boda bien llevada.  Una escena por el estilo puede concluir con un padrino de ceremonia diciéndole a los amigos del novio: ¡Por favor, que alguien se lleve a esa mujer de acá!   Y que no te sorprenda la decisión del padre de la novia con una tranca ácida, de esas que te hacen pasar de la alegría alucinada a desenvainar un cuchillo de postre gritando a los cuatro vientos: Yo no estoy borracha, yo sólo me estoy divirtiendo, déjenme en paz con los Bee Gees. No, te recomiendo que no te suceda, ya que te vas a perder los próximos diez casorios a los que podrías haber asistido.
Por último, y no menos importante, cuidadito con el peinado. Siempre debemos recordar que no hay que luchar contra la naturaleza. Es decir, si tenés el famoso pelo crespo, no te hagas la planchita. Procurá utilizar las cresposidades a tu favor. Te puede suceder, como a mí, que diluvie el día de tu propia boda y en el momento exacto en que hagas tu ingreso a la iglesia. Si te sucede y te agarra una lluvia con viento en todas las direcciones ni una sombrilla evitará que te mojes parte del peinado. Si tu pelo es crespo, entonces terminarás con una suerte de vello púbico en la cabeza; en caso de tener pelo lacio y haberte hecho bucles (detesto los bucles) entonces aparecerás para la posteridad retratada con aspecto de gallináceo, como si te hubieran escupido, al mejor estilo Mi gran Casamiento griego.   
Bueno, he tratado de contribuir con mi granito de arena para que no repitan errores ajenos.
Ahora, si están por casarse en estos días y ya tienen decidido un lookete decadente  pueden remediar la situación de la siguiente manera: no contratar fotógrafo ni camarógrafo. De paso se ahorran unos buenos mangos. ¡Habrase visto, con lo que cobran!

María Paula Villanueva


martes, 10 de mayo de 2011

Maternidad: un engaña pichanga?

Volvamos a la primera persona, que ya he expuesto a varias amigas por el camino y en un solo texto.
En un tren más serio de lo que suelo escribir en este blog voy a decir algo de lo que estoy convencida hace exactamente 18 años: La maternidad es la forma más generosa del egoísmo.  Yo he oído a alguna que otra, en momentos de exasperación materna, gritar: “Me debés la vida”. MENTIRA. Nadie nos envió un telegrama colacionado pidiendo nacer, mucho menos pidiendo nacer de nosotras, específicamente.
Así fue como luego de soñar con niños dormidos, niños despertando entre gorjeos de pajaritos, niños sonrientes que, algún día, me acompañarían a hacer las compras al mercado y meterían con sus manitas los objetos que les indicara; luego de soñarme bella y resplandeciente, peinada y maquillada correr con ellos entre las piernas para ir a recibir sonriente a mi esposo luego de su jornada de trabajo… luego de tanta cosa me encontré con la realidad de la cosa.
Por dar un ejemplo, mi adorada hija mayor despertó a la vida un 7 de septiembre y no volvió dormirse por tres años.  Ninguna de las dos volvió a dormir por tres años. Eso no estaba en mis planes. Este tesorito no lloró cuando nació, cosa preocupante para una primeriza, pero comenzó a hacerlo dos horas después y no se detuvo más. Yo, que había leído tanto acerca de la lactancia y sus virtudes (inmunidad, vínculo, lazo, etc.), me empeñé en amamantarla durante tres meses. Me acribillaron a tiros con EL PECHO MATERNO, el cual, al cabo de tres meses había provocado una cuasi desnutrida que además, sin dientes, mordía como un tiburón.  Cuando los pediatras varones, que no saben lo que significa dar EL PECHO A DEMANANDA (estar todo el día con la teta en la boca de tu hija), descubrieron que mi niña estaba casi desnutrida me indicaron la leche sintética. “Ahora, me dijeron, dejará de llorar”. Recuerdo que salí corriendo de la clínica como una drogadicta en busca de un estimulante. Llegué a la farmacia más cercana y vociferando dije: “¡Quiero leche sintética!”. Y entonces comenzó la otra etapa: los gases.  Por supuesto, no dejó de llorar.
Así y todo buscamos otro hijo, que resultó otra hija. Y llegó una niña calma, adorable, apacible para hacerle compañía. Se entretenían juntas. La mayorcita hacía de madre y el tiempo comenzó a ser más plácido y nosotros, envalentonados con la vida que se encauzaba, fuimos por más. Nació nuestra tercera preciosura, otra niña calma, sabia, serena. En realidad la sabia y serena a estas alturas era yo. Pero, aunque las más chiquitas eran independientes yo debo de reconocer que nada se parecía a lo que había soñado: Las bellas durmientes no vivían en mi casa; los despertares eran un griterío de tres mandriles enloquecidos que pataleaban desde sus cunas o en el piso de madera del cuarto; el regreso de mi esposo no me encontraba jamás hecha una diosa, sonriente, con hijos entre las piernas. Más bien él abría la puerta y veía mis ojos encendidos , ojos de cobra venenosa, cansada, acobardada.   
Tengo hijas, todas mujeres que hablan y hablan y hablan desde que adquirieron el don de la palabra, es decir, 10 meses después de haber nacido. Mi casa era y es un sitio donde uno escucha voces todo el día: hablamos entre nosotras, hablan entre ellas, hablamos solas. Mi esposo observa la escena con una especie de resignación amorosa.
Hemos criado solos a nuestras hijas: jamás tuvimos la señora con cama adentro ni las abuelas niñeras. Hemos estudiado y trabajado y criado hijas casi sin ayuda, por decisión nuestra. Eso implicó unos diez años en los cuales hicimos dos salidas solos, una de las cuales fue a un casamiento. Estábamos excitadísimos. Nos vestimos, nos perfumamos, dejamos a las pequeñas con una señora de confianza (que cobraba por horas) y nos dispusimos a pasar una noche de locos.
Llegamos al salón de fiestas y fue como descubrir que había cambiado la moda, que ya no usaba el Frizzé en el pelo femenino ni las pastillas en las mejillas de un rugbier, no digo viejo, pero sí poco agiornado. Así y todo a nosotros poco nos importaba incluso quiénes se casaban. Era NUESTRA NOCHE.   Tomamos unos “drinks” en el hall de recibimiento. Tomamos más de uno y presurosos (algo nos corría por detrás: las horas de baby siter). Nos convocaron a las mesas y allí fuimos, exultantes, a esperar que apareciera el primer plato. Entonces, cuando él se llevaba el primer bocado sonó el teléfono celular y nos dijo la baby siter que “la nena tenía fiebre”.  Una hija con fiebre se traduce en tres hijas afiebradas en menos que canta un gallo. Total, que oír la noticia y apersonarnos en casa tomó unos veinte minutos. La noche había terminado, el reloj había dado las doce y los tipitos dejaron el hechizo atrás.
Verdaderamente reconozco que aquella salida fue una especie de confrontación con un estilo de vida que añorábamos, pero que una vez vueltos al ruedo no nos prodigó tanto placer como imaginábamos. Por lo tanto, estar de vuelta en casa, antes de que sea tarde para amanecer con una resaca espantosa y aún así hacerse cargo de las nenas, resultó muy placentero. Terminamos la noche frente a la video casetera, viendo Aladín, con nuestros piojitos metidos en la cama.
Este tipo de eventos sociales, que te exponen a la realidad de que hay una parte de vos que ya no volverá , nos quitó las ganas de hacernos los pendejos por un tiempo bastante largo. De manera tal que nos dedicamos a la paternidad a pleno y con buenos resultados. Por supuesto, esto no es el fin de un cuento a la manera de S.O.S Niñera. Hemos pasado las de Caín: hemos amenazado hijas con un portero, que era más bueno que el pan, a la manera del viejo de la bolsa; hemos visto pintarse las paredes del cuarto de las niñas con pinturas rupestres de leche con chocolate; hemos encerrado pequeñitas en el baño a oscuras como penitencia y hemos comprobado que les divertía quedarse solas, encender la luz y pintarrajearse las caras con mis rubores de marca; yo, particularmente, he dado una paliza importante por primera y única vez y… CON GRANDES RESULTADOS. Y luego de tanta agua bajo el puente he comprobado que para mí no se hicieron las dictaduras: de niña dictaban mis padres; de grande dictan mis hijas. Recién cuando comprendí que el cambio generacional entre mis padres y yo, a mí, me cagó la vida y me quitó el látigo de las manos y me llenó de culpas infundadas y  me cubrió de dudas innecesarias pude aceptar que en la medida de las cosas está la calma para la crianza. Ni tan calvo, ni con dos pelucas. Y, a propósito de Freud y cosas por el estilo, cierro estas memorias no tan lejanas, con una anécdota que pinta un poco el asunto de cómo ser padres y no morir en el intento ni matar la latente felicidad de los hijos, puesto que un chico que tiene todo, es un eterno insatisfecho (aprendizaje tardío, pero no tanto).
Cierta vez me convoca la psicopedagoga del colegio de mis hijas, quería contarme los resultados de los test hechos a las chicas. Fuimos con mi esposo. Nos miró la señora con cara de escrutarnos. Despliega los dibujitos de las nenas  y las respuestas que ella misma había transcripto en una hoja cuadriculada.
Nos dice: “Bueno, acá se ve una familia compuesta de manera muy adecuada. El padre y la madre con las alturas más altas, las hijas con tamaños adecuados. Todos los miembros de la familia están tomados de la mano, todos sonríen. Mm”.
Nosotros sonreímos, obvio. Pero luego la señora retoma el discurso y lee las respuestas de las nenas sobre nosotros dos. Todas eran encantadoras: “papá y mamá se ríen siempre; vamos a comer a Mc Donalds porque a nosotras nos gusta; en la casa de mis tíos jugamos todos en la pileta; los fines de semana vemos películas; mamá es la que más nos reta (no nos pega); papá nos trae chupelatines cuando viene de volar, etc..” Y luego de aquello que leyó afirma: “es una imagen de familia casi ideal. Podría ser una especie de fábula, parece un discurso armado. No los acuso de nada, pero no suena real, es un poco sospechoso. Yo me pregunto si esto será tan así o se esconde algo bajo la idea de familia ”.
¡Cri, cri, cri!
Yo apenas pude decirle alguna cosita, mi marido miraba atónito. Entonces cuando me cayeron las fichas de años de paternidad compartida, de cansancio, de paciencia encontrada en lo más recóndito de mi naturaleza temperamental; cuando recordé cuánto habíamos dejado de lado por aquellas nenas, felices, cuando fui consciente de que nuestra felicidad iba de la mano de esta idea de familia que habíamos construido con sueño, con improvisación, con buena voluntad, con errores seguramente, entonces, recién entonces atiné a decirle: Por qué será que los dibujos y las respuestas que hablan de una familia nefasta son tomadas tantas veces como fabulaciones de niños y las imágenes de una familia feliz despiertan tantas sospechas?
Nos fuimos convencidos de que no éramos creíbles como familia y eso, aunque parezca mentira, nos hizo muy felices.

María Paula Villanueva

miércoles, 4 de mayo de 2011

Pan y queso... y alguna perdiz también



Pan y queso… y alguna perdiz también
Para Blog es un texto largo, para cuento es corto. Recomiendo la lectura, sobre todo a las protagonistas

Yo no soy una de esas mujeres llenas de amigas, pero las que tengo son muy especiales. Tan especiales que me han permitido que relate algunos de sus inefables episodios, eso sí, aunque ellas me aprobaran la utilización de sus identidades jamás lo haría. Y que se me entienda bien: no es por respeto, sino porque me dan vergüenza ajena.
El título puede sugerir una receta; podría serlo, pero no de cocina. Es un cóctel del oprobio, del bochorno, del ridículo, de la desidia. Por eso, mis tres amiguillas, me agradecerán no sólo el anonimato sino el espejo que intentaré poner frente a sus ojos, puesto que sólo cuando nos vemos desde afuera somos capaces de entender la verdadera dimensión, en este caso, de lo vergonzoso.    
Caso Pan: la muchacha en cuestión tiene una figura grácil, espigada, delicada. Rasgos suaves, mirada calma, sonrisa permanente (más de lo conveniente, según mi punto de vista). Piel clarísima (sus piernas flacas, en verano, son dos tubos fluorescentes). Cabello castaño ceniza, largo, sedoso. Voz de niña, risa de alondra. Es decir: estampa de Lady romántica.  Pero detrás de esa imagen angelical, en una dura etapa de su existencia, se escondía algo que nadie de su entorno ocasional podría haber llegado a imaginar: la etérea muchacha vivía en medio de un caos doméstico alucinante y alucinado. Compartía una enorme casa familiar con su hermana mayor, que no era precisamente un dechado de orden, más bien todo lo contrario. La lejanía de la madre había dejado al caserón en manos de dos forajidas que ni conciencia tenían del asco del lugar en que habitaban. Para mí resultaba imposible de entender cómo dos muchachas tan bonitas, tan limpias, tan perfumadas de jabones y cremas importadas pudieran vivir en aquel estado.
Así fue como se acumulaban platos, tazas, mermeladas, panes viejos y frescos conviviendo pacíficamente en las mesadas. Así también, en el amplio mueble del baño, se exhibían dentífricos a medio usar con otros recién estrenados, perfumes, cepillos de todos los tamaños, secadores de pelo, etc., etc..
Un día, sin previo aviso, hace su arribo la madre. La muchachita espigada estaba casi lista para partir hacia la universidad. Se había duchado, tenía el cabello aún húmedo. Eran las ocho de la mañana de un otoño frío.  La madre la abrazó con ternura y le sonrió hasta que abrió sus ojos y observó todo aquello que la rodeaba. Entonces la sonrisa se le transfiguró en una mueca de espanto. La hija, que siempre llega tarde a todos lados, no estaba para reclamos. La madre, sí: “Por favor, no pueden vivir en este estado. Son dos señoritas, caramba”. “Sí, mami, tenés razón, es que anoche estábamos muy cansadas y dejamos los platos para lavarlos hoy”. “Esto no es de ayer, esto tiene más de un mes, querida”. Cosa va, cosa viene la conversación terminó en una pelotera mortal. La hija, ofendida, se dispuso a partir. La madre le reclamó que al menos se colocara una bufanda (andar con el cabello mojado y de cuerpito gentil en otoño, abrase visto). Entonces la chiquita tomó una de sus kilométricas bufandas coloridas, se la colocó en el cuello, la revoleó con furia para enroscársela y salió de la cocina, dejando el café a medio tomar sobre la mesada. Se fue mascullando por lo bajo todo el camino. “Vieja de mierda, aparece cada muerte de obispo sin avisar y te arma el quilombo del siglo por el orden”, y así llegó a destino. Subió las escaleras, la bufanda le pesaba y la ahorcaba. No se detuvo a sacársela porque, como ya hemos dicho, estaba retrasada una vez más. Corrió por los pasillo de la universidad sin encontrar dónde estaban dando su clase, conjunta con otros departamentos. Finalmente le dijeron: “En el aula grande del segundo piso”. Vio la puerta cerrada. Golpeó, abrió la puerta que raramente está ubicada en el fondo del aula, se excusó con el profesor y, como casi todos los banco estaba ocupados, caminó por el pasillo central hasta encontrar un banco vacío en la primera fila, frente al docente.
Entonces sucedió: se sentó enfáticamente y oyó un CRASH en el piso de mosaicos. Retumbó la clase con el ruido. Se oyeron: ¡Oh, ah, upa! La chiquita trató de no mirar hacia el suelo, pero no pudo. Fue entonces cuando lo vio, muy orondo, soberbio, seco, hecho trizas.  Así y todo, con disimulo, se fue acercando al piso y lo recogió y lo guardó en su mochila.    Minutos más tarde recibió subrepticiamente un papel de un alumno que la había visto desfilar por el aula en el que le decía: “Estaba bueno?”
Por fortuna, mis amigas, tienen la costumbre de reírse de sí mismas y gracias a ello es que me relató cómo ella caminó cinco cuadras, con un pan viejo enredado en los flecos de su bufanda y cómo el pan subió las escaleras con ella y desfiló por un curso repleto de alumnos y fue a morir a su lado, a los ojos del profesor y todos los demás cuando ella, enfática, se sentó en la silla y rompió el abrazo de aquel miñón fiel que la había acompañado por semanas en la mesada de su cocina y había decidido salir a dar unas vueltas con su dueña, porque, al fin y al cabo él también estaba ofendido con los dichos de la madre.

Caso queso: Ella estaba pasando una temporada con nosotros. Recuerdo esta etapa como una de las más lindas. Había venido a nuestra casa para buscar nuevos horizontes, curar una pena de amor y, de paso, hacerse una cura de sobrepeso. Estábamos las dos un poco excedidas, pero yo estaba más entrenada. Recuerdo que el día que llegó a casa, luego de doce horas en onmibus, estaba tan excitada con su cambio de vida  que tenía energías de sobra. Era una calurosísima mañana cordobesa, de principios de primavera. Le dije que yo salía a caminar a orillas del Suquía todas las mañanas. “Voy”, me dijo sin más ni más. “Ok, pero no estás muy cansada?”. Salió enérgica, a paso firme y volvió sudada, con náuseas y amenazas de vómito en el ascensor que debía subir nada más que veinte pisos para llegar al nuestro. Es una amiga que padece el calor horrendamente, sobre todo en la cabeza.
El tiempo de su estancia fue transcurriendo y ella su fue poniendo en forma (gracias a las seis comidas diarias, fraccionadas en pequeñas cantidades de alimentos poco calóricos). Verse linda es sentirse sexi; sentirse deseable es dejar atrás, en cierta forma,  las penas del amor en épocas de la gordura; dejar atrás los recuerdos del salvavidas de la obesidad es comenzar a mirar alrededor y ver qué hay de bueno; encontrar algo bueno (un muchacho tentador) es apuntarle con todos los dardos para no dejarlo escapar de nuestra telaraña seductora.
Y necesito hacer una aclaración al margen: por qué hablo de “los salvavidas de la obesidad”. Es sabido que las mujeres nos separamos y adelgazamos. Muchas veces, es una turrada, lo sé, pero permanecemos en un estado lamentable al lado de un hombre, como si fuera un círculo vicioso. Sería algo así: porque estamos mal, comemos; estamos gordas porque comemos; quién nos va querer si estamos así?; si además de gordas, nos dejan (pensamos)… nos morimos. Y la cuestión es que un día nos cuelgan la galleta (para retomar un poco el discurso del miñón), nos separamos, quedamos atadas al mal recuerdo, nos deprimimos, se nos va el apetito, con la falta de comida se nos van los rollos y con ellos los recuerdos. POR LO TANTO, bajar de peso adelgaza la memoria amorosa. Está claro? “Salvavidas de la obesidad: hombres”. “Estoy hecha un bofe, pero al menos tengo pareja”.
Retomo, entonces ella descubrió tres cadetes de la Fuerza Aérea que eran muy bellos y vivían junto a mi departamento. Los cadetes la descubrieron a ella. Comenzaron a verse en los pasillos, en el ascensor, en el hall. Una tarde, cerca de las tres, le pedí que me hiciera un favor: retirar a mis hijas del jardín de infantes. Como fue una cosa de urgencia ella salió rápidamente, así como estaba, es decir mal: Jogging, cosa desaliñada si las hay, remerón en origen blanco, devenido amarillento con el tiempo, zapatillas, pelo atado. Se fue como un refusilo de casa. Regresó con mis pequeñas. Traía una sonrisa en su rostro. Pregunta mía: Qué te pasa? Respuesta: A que no sabés con quién fui hablando en el ascensor? (Recordar que eran veinte pisos bajados lentamente). Pregunta: Con quién? Respuesta: Con el cadete más lindo.
Yo comencé a visualizar algo en su sonrisa, pero no algo de videncia futurística, sino algo físico. Entonces le dije: y te reías mucho?; Sí, es muy simpático. Bueno, le dije finalmente con sorna, venite conmigo al espejo que te quiero mostrar algo. La vi palidecer. “Ay, no, no seas hija de p…”. “Sí, sabés que lo soy”. “Ay, no Paula, no me podés hacer esto. Tengo una lechuga? Qué tengo?”
Entonces se miró al espejo y pudo ver un monodiente blanco y homogéneo que abarcaba los tres dientes delanteros. Alcanzó a decir: NOOOOOOO… EL QUESO. ACABO DE COMER QUESO ANTES DE SALIR!!!!! Y así fue como una colación de media tarde, que la ayudó tanto con el peso, la catapultó al desastre.
No habló más con el famoso cadete, más bien lo evitaba. Dos semanas más tarde tomó otro ómnibus de regreso a su ciudad. Aún hoy, cuando recordamos esto, seguimos riendo como lo estoy haciendo yo en este momento.

Caso Perdiz:   Esta será, tal vez, la más breve de las historias. Ella es divina. Alta, bella, inteligente, pero a fuerza de ser veraces, según afirma la protagonista, en aquellos tiempos su peso empardaba su altura. Es decir, lo que delgada es una estampa de modelo, gorda es un mamut. Parece ser que le costaba decir que no. Pero no es que se trate de una promiscua que decía que sí a todos y a todo, más bien lo contrario. En su búsqueda de aprobación, en una complacencia que en esos tiempos era más marcada, se metía en situaciones inverosímiles todo el tiempo.
Fue así como una tarde se encontró junto a una amiga haciendo un trabajo de campo para la universidad en la que estudiaban. Trabajo de campo, en el campo. Su amiga era de su altura, pero flaquísima, rubia, bonita también. Con esta amiga habían pasado varias cosas juntas, por ejemplo caminar las dos por avenida Alem y oír que desde un auto les cantaran los acordes de “El gordo y el Flaco”.  A decir de mi amiga, a quien yo no conocía en ese entonces, la parte del gordo era para ella, sin lugar a dudas, pero como tiende a la exageración de su antiguo estado gordurístico, es probable que estos sucesos no fueran tan así. En fin, que se hallaban investigando cuestiones biológicas y se les acercaron dos apuestos jóvenes de otros departamentos universitarios y les ofrecieron hacer la recorrida por el campo en el auto de ellos. Gustosas aceptaron la propuesta. Mi amiga, se subió en el asiento del acompañante de un Fiat 600, el bien ponderado Fitito. Su amiga y el otro muchacho iban en el asiento trasero. La cosa comenzó bien. Charlas ocasionales de estudio, risas ante alguna ocurrencia, etc. Yo, y esto es de mi cosecha, me imagino a los dos chicos y a estas mujeres, cada una con un metro setenta y tres como mínimo, sentados en aquella bola amarilla (si no me equivoco) y me da risa la sola imagen.  Pero más risa provoca lo sucedido: El conductor le hizo un desafío a mi amiga y ella, como todo, se lo tomó al pie de la letra y dijo… qué pudo haber dicho: ¡Sí, lo hago! Y LO HIZO. Se tiró con el auto en movimiento y sin desacelerar a tratar de agarrar una perdiz al voleo desde la puerta abierta.    
Una polvareda se levantó en el campo seco. Una especie de torbellino de pajas y tierra acompañó al golpe y a los gritos de los que iban en el auto. “Se mató”, alcanzó a oír ella mientras caía al suelo y rodaba como un cardo ruso.
A mí me vuelve a relatar este episodio y yo vuelvo a preguntarle qué se le pasó por la cabeza. Ella, muy serena me responde: Una perdiz.
Yo sé que no se salva del ridículo con nada, pero dejemos en claro una cosa importantísima: cuando el Fitito giró con los ocupantes para regresar a verificar si estaba muerta la encontraron riendo y con una perdiz en la mano.
En este caso: ME SACO EL SOMBRERO.

María Paula Villanueva

sábado, 30 de abril de 2011

En pelotas por la vida

Eso de Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia, en este caso, no va. Porque a pesar de exponerme personalmente en el relato, nunca me veré tan expuesta como en los sucesos que relataré más adelante.
Yo no logro comprender muchas cosas y en este triste caso no logro entender por qué tantas veces he tenido que andar en cueros por la vida, sin ton ni son. Es cierto que también la vida me ha dado la oportunidad de ver varios "tientos" (expresión de mi padre) al viento. Pero no deja de ser cierto que esas visiones no me las he prodigado, más bien han sido un regalo de sátiros (expresión de mi madre) que han tenido la bendita costumbre de esperarme agazapados en los matorrales aledaños a los caminos donde suelo trotar, en los jardines de casas viejas o en medio de una vidriera de joyas. Sobre este último en particular escribiré más adelante un relato exclusivo pues el muchacho lo amerita.
En fin, decía yo que he andado en pelotas (no nos horroricemos de las elocuentes palabras del quehacer popular) por la vida sin saber cómo ni por qué he llegado a protagonizar escenas tan aberrantes. En esta ocasión referiré sólo dos de las tantas y lo haré pues me las han recordado en estos días.
Cierta vez recalé en el consultorio de un médico, apuesto él, hijo de un prestigioso médico ya muerto. Mi madre tenía con su difunto padre una relación de adoración medicinal. Para ella, el padre del muchacho en cuestión era una especie de Dalai Lama; para mí, era del palo de Sai Baba, con todo respeto. La cuestión es que yo caí en las manos del sucesor de la cartera de pacientes por indicación de mi progenitora. No era la primera vez que yo iba, pero sí fue la última.
Tenía un resfrío que no se me iba. Me dirigí a su consultorio y entré casi sin esperar una vez que salió del mismo un señor de unos noventa años. El doctorcito me preguntó sobre mi vida en tierras lejanas. Conversamos un poco. Luego comenzó el interrogatorio clínico. Lógicamente le conté de mi largo resfrío y entonces sucedió. "Vamos a la camilla". "Ok" respondí inocentemente. Me auscultó el corazón metiendo por debajo de mi musculosa color habano su aparatito metálico. Me dijo que me pusiera de espaldas sobre la camilla. Accedí. Me desprendió el corpiño. Me sorprendí. Me hizo girar nuevamente para colocarme boca arriba. Sin decir "agua va" me levantó el corpiño dejándome las partes al aire y me apoyó su cabeza/oído/mejilla en el pecho. ¡Va, en un pecho!
No puedo negar que comencé a sentirme incómoda. Me preguntaba si era necesario todo aquello, pero como un médico es un médico una no se atreve a decirle ligeramente que se deje de joder con el toqueteo y la miradita solapada de mis pudores ( que son bastante grandes, ambos). Total que luego de mirar, auscultar, palpar, respirar fuerte ( sí, porque bufaba como un toro) me pidió que me pusiera de pie. Yo ya no tenía ni corpiño ni dignidad y estaba metida en un disparate del que me costaba tomar conciencia. Y qué hace una heroína cuando no lo es... pues, obedece. Y así fue que me ordenó caminar por una alfombra marrón, ir y venir con el jean puesto, el torso desnudo, el pelo largo cayéndome en cascadas como única herramienta de tapapechos. Traté de taparme las lolas (por no decir tetas, que es tan vulgar) con el brazo derecho. Pero el señor me ordenó: Dejá los brazos sueltos así puedo ver si tenés.... ESCOLEOSIS. Bueno, comprendí finalmente que si seguía obedeciendo me hallaría absolutamente en pelotas caminando por una suerte de pasarela sin camino a la fama. Debo de haberlo mirado con cara de "Me estás cachando". Entonces concluyó su revisación con un diagnóstico certerísimo: ¡No tenés nada, es sólo un resfrío reticente!
Tiempo después, cuando logré asumir que aquello había sido una locura, le comenté el episodio a un amigo médico cardiólogo. Y qué me dijo? "Paulita, vos sos pelotuda?" Y sí, qué podía responderle: Sí, lo soyyyyyyyyyyyyy...

La otra historia es mucho más reciente. Mi esposo conoció a un señor en el aeropuerto de Catania, Sicilia. El susodicho fue al principio, simplemente un señor muy gauchito con las manos grandes como un elefante. Luego, el gauchito, se confesó SANADOR. Inmediatamente mi esposo le contó los avatares de su esposa, o sea yo, con la columna lumbar. Una hernia de disco, protrusión, cambio de señal y no sé cuántas porquerías más que tengo. La cuestión es que del comentario a la aparición del manochanta en casa bastaron tres días.
Era una calurosa mañana de junio. Yo me había puesto unas babuchas orientales muy mórbidas, una musculosa (sí, me resultan cómodas las msculosas en verano) y unas sandalias. Para hacerla fácil y breve nos quedamos solos los tres en el living de casa. Mi esposo, él y yo.
Al principio el viejo nos mostró una foto del año de Ñaupa en la que él, con veinte años más o menos, alzaba con una mano a un pibe de unos siete años. Lo alzaba como si el borrego fuera la antorcha de la estatua de la libertad.
¡Uuaaauuuuu! Exclamábamos los dos sin entender qué carajos quería decir el tipejo con esa foto. Luego comenzó el interrogatorio acerca de mi malestar. Yo le conté con lujos y detalles mi problema con la espinilla dorsal. Después vinieron un sinfín de preguntas con la misma respuesta.
Le hacen mal las piernas? No; Le duelen los senos? ¡Nooooooooo!; Le duelen las caderas? No.
Y lean, queridas mías, y crean pues tengo a mi esposo de testigo. No sé cómo terminé otra vez en bolas, con una indecorosa bombacha cola less parada al lado del vechietto,sin remera, con las babuchas por los tobillos (babucha que él mismo me bajó en un periquete) mientras el viejo me fregaba las gambas preguntándome si me dolían los pechos y yo respondiéndo por enésima vez a los gritos No, no, nooooo. Luego, no conforme con el triste espectáculo en que me había puesto, me tiró literalmente boca abajo en el sillón para amasarme las caderas, para relajarme las articulaciones, para... qué sé yo para qué, si total quedé casi paralítica por una semana. Una vez finalizado cada manoseo me hacía poner de pie y me preguntaba: Adesso, come va? Yo me sentía morir de dolor pero para terminar aquel oprobio de una vez por todas le decía con cara de entusiasmo: Benissimo!!!!!!!!
Luego, porque esto no termina acá, me hizo poner de pie. Mis partes superiores tiene vida propia y suelen buscar el sol o el suelo. En estas circunstancias, con cuarenta años encima, tres lactancias y cosas varias mis cosas sin sujetar buscaban desesperadamente el suelo. Entonces en un esfuerzo titánico traté de que el aro del corpiño contuviera lo incontenible. Lo logré hasta que una vez más comprendí que aquello era una locura. Me consoló saber que éramos dos los que no dábamos crédito a semejante disparate y obedecíamos como imbéciles a las órdenes del viejo atorrante.
Lo verdaderamente increíble de todo este relato es que las últimas imágenes que conservo de aquella situación fueron los abrazos que mi esposo le daba a este tipejo y las veces inconcebibles que le decía: Grazie per tutto; Lei é incredibile!!!!
Sí, era de psiquiátrico ver emocionado a mi marido agradecerle que me hubiera bajado las babuchas, me hubiera liberado las lolas, me hubiera reboleado las carnes con brutalidad, me hubiera sepultado la poca dignidad que me quedaba.
Semanas después nos despertamos, nos miramos en silencio, me quejé de la espalda, nos dijimos: Estaremos equivocados o Giuseppe es un viejo Hijo de la Gran p...

Deben imaginar la respuesta.

M.P.V.

martes, 19 de abril de 2011

Las heroínas que no logramos ser

                                                                                                                  

            Yo me pregunto por qué no puedo ser una de esas protagonistas jóvenes de las películas. Una de esas que ganan su primer juicio como novata abogada, que se consagran en las tablas rápidamente y sin inconvenientes, o que cantan bajo la ducha y son oídas, tras los muros,  por un productor de Broadway … por qué no puedo ser una de ellas y finalizar mi film saliendo por una gran puerta que se abre y se ve detrás la luz resplandeciente de un día luminoso y el cabello largo, suave, sano, flotando al viento. Por qué no soy una de ellas de las que por última imagen se ven sus brazos en alto y la imagen congelada en aquel gesto triunfal.
Acabo de ver una de esas películas, la damisela en cuestión era una abogada recién recibida, a la que un abogado viejo acosó, acoso que ella rechazó para luego enfrentarse al viejo en un juicio estúpidamente feminista que por supuesto le ganó. El antiguo novio, que la había abandonado debido a su inseguridad, al verla salir de tribunales fotografiada por todos los medios, se le acercó y le dijo: ¡He descubierto que sí te amo! ¡Quiero estar con vos! Y cuál es la respuesta de esta chiquita que nos envalentona? “Oh, amor, pero soy yo la que ya no quiere estar a tu lado.” Y ahí sí, la tipita se da la media vuelta y se va por la puerta resplandeciente, con gesto de “Chupate esa mandarina”.
Qué le puede deparar a esta heroína luego de un comienzo o final tan feliz?
¡El éxito!
Claro, sucede que una está grandecita. Sucede que se le fue parte de la vida en profesiones no tan rentables. Sucede que los avatares de los días nos hicieron perder ciertas cosas, la cintura, y ganar otras, los flotadores.
Por ejemplo, pensando un poco para encontrar una respuesta a mi pregunta, yo no podría haber salido jamás de tribunales acribillada por los flashes, antes que todo porque no soy abogada. Pero sí he sido fotografiada miles de veces cuando entregaba diplomas a los alumnos que me lo habían pedido, que no es poco, sino, pregúntele a las colegas profesoras. Aunque, es cierto, luego de esas imágenes yo no sentí nunca que se me abriera el universo, más bien, sólo tenía conciencia de que se me acababa el escenario y… debía bajar las escaleras, sin caerme,  para volver a mi sillita de P. V. C.
Tampoco podría haber sido descubierta cantando bajo la lluvia de mi ducha, puesto que tengo una voz grave que acompaña mejor a Los Plateros como bajo que a Cristina Aguilera de corista. En fin, que a pesar de ser afinadita no doy para solista.
Salir por una puerta llena de sol con el pelo al viento no puedo. Tengo, a estas alturas, una madeja de lampazo en la cabeza que atrapa cuanta cosa ande por el aire. En el principio fue el lacio, que luego devino en  rulo furioso a causa de las permanentes ochentosas que remedaban las croquiñoles de mis tías abuelas. Finalmente el cabello tomó una suerte de forma ondulada, que ni chicha ni limonada. Con esta onda conviví sanamente unos veinte años, hasta que la convivencia se transformó en un vínculo bastante enfermizo de lo cual es responsable absoluto el paso del tiempo que trajo canas, las canas trajeron reflejos, los reflejos exigieron tinturas completas, las tinturas me estropearon las fibras capilares, las fibras se transformaron en lápices decoloridos y los pelos terminaron siendo una suerte de minas milimétricas, porosas, no lacias, no ruludas, no ondeadas. En fin, que en este preciso momento tengo aquello que pretende ser un reflejo convertido en cables amarillos que tienen vida propia: toda la cabellera es una especie de río que fluye y los reflejos serían pajas que se elevan por sobre el nivel del agua. Eso sí, el río de cabellos es el Río Seco.
Yo recién ahora comienzo a comprender por qué no podría ser una de estas jovencitas triunfales. Por ejemplo, si yo saliera por esa puerta, si el sol me diera en la cara,  si el viento soplara mi pelo… yo, para empezar preguntaría si esa puerta es la puerta de salida (sigo sin orientarme dentro del supermercado, me imagino en Tribunales); después cerraría los ojos encandilada por las miles de estrellas que el sol me enciende en las lentes de contacto, razón por la cual estoy más que convencida que me iría de bruces en las escaleras griegas que suelen estar bajo los umbrales de Tribunales; tercero y último, siempre hipotetizando en la salida de la abogada, mi pelo jamás se movería al son del viento, más bien lo encararía de modo desafiante. Duro, rígido, provocante. Me veo como desde mis espaldas, luchando a brazo partido con el viento. Sí, a ver quién es el que la tiene más grande.
Con respecto a la tardía declaración de amor eterno y el rechazo de la heroína en cuestión… qué puedo decir. El fulano la había abandonado porque ella era muy insegura; mi esposo no me deja porque ESTOY muy segura. Alguna vez he pronunciado, después de una agarrada mortal: “¡Si salís por esa puerta no volvés a entrar!” Su respuesta fue: “Me lo hubieras dicho hace veinte años.” En otra ocasión discutimos porque quería irse a ver un partido de rugby la noche de nuestro aniversario.  Yo al principio fingí ser una buena chica rogándole con besos en el cuello que permaneciera en casa conmigo. No logré mi cometido. Las horas avanzaban entonces los ruegos estériles se transformaron en una apendicitis aguda, que por supuesto no tuvo en cuenta. Finalmente apelé al bien consabido llanto lastimero. Me abrazó, me dio varios besos y me dijo: “Linda, yo quiero estar con vos”. Me sentí por primera vez la chica de la película, pero sólo por dos segundos, ya que remató la frase con un : “después de que termine el partido”.  Con los años me he retirado de esos cuarteles. No amenazo, no ruego. Y andamos bastante bien.
En fin, que no doy para esta clase de finales y basta.

 M.P.V.