En épocas de Wedding Planners yo me pregunto: por qué no se agrega a toda la parafernalia de la fiesta una persona destinada a filtrar de las fotos a aquellos que sí o sí se a
rrepentirán de haber asistido con un lookete bestial. No digo hacerlo con maldad y sorna, sino más bien con una actitud discriminativamente caritativa hacia aquellos que, como yo, miran fotos antiguas y decididamente se quieren matar. Cuánto agradecería, ahora, que alguien hubiera censurado mis imágenes o que alguna samaritana me dijera: “Chiquita, te vas a arrepentir”.
Por ejemplo, no recomiendo aparecer en fotos oficiales si estás de postparto. A mí, dos bodas me encontraron en ese estado. La primera fue ocho meses después del nacimiento. El problema no era el exceso de peso, sino la falta de estado de mi pelo. A duras penas llegué a terminar de arreglar a la niña para la hora convenida. Tenía yo un rubio espantoso y unos rulos violentos que no logré desterrar, lo único que logré manejar (por falta de tiempo) fue el flequillo. Por lo tanto ahora me veo eternizada, encarnando una especie de Gissellle Rímolo en su mejor momento soldanesco.
En el otro caso me tomé mi tiempo y exigí al padre que se hiciera cargo de las dos niñas para poder dedicarme a mí, pero NADA tuvo sentido porque ahora (a un mes y medio de nacida mi segunda niña) el problema ya no era ni la falta de tiempo ni el pelo: el GRAN problema era yo y mi GRAN tamaño. Tardé horas en tratar de encontrar una solución y me decidí por una de esas fajas reductoras de talles que van desde la cadera hasta el borde inferior del suotien (cómo estoy con el francés, por Dios). El inconveniente mayor, y es por eso que enumero estas recomendaciones, es que esas fajas con el paso de los minutos comienzan a enrollarse de arriba hacia abajo. De modo tal que, una vez salida de la iglesia, comprendí al tacto que tenía una especie de matambre entre la cintura y el pecho. Todo aquello que la faja había subido desde la cadera quedó alojado en el talle, gordo e incomprensible para los demás. Con el agravante de que me estrangulaba en las costillas y me provocó un desvanecimiento, que por supuesto hice pasar por un desmayo emocional.
Me siento en la obligación de aclarar que antes de esto, cuando aún estaba ingenuamente enfundada en aquella amiga engañosa, me maquillé, me peiné y me coloqué desodorante. Uno de esos que llevan escrita la leyenda: No deja huella. Por supuesto que dejó una huella indeleble en la escasa prestancia que me quedaba. En todas las fotos se puede observar a una mujer inflada, con un vestido sin mangas (sí, me puse un vestido sin mangas a pesar de que mis brazos eran del grosor de los acueductos romanos, porque toda mujer que termina un embarazo desea ser sexi con premura) y debajo de las axilas se observan dos semicírculos blancos de antitranspirante. Claro que en aquella situación todos habrán pensado: ¡Pobre gorda, está chivando canelones! No los chivé, pero sí me los comí, y estaban riquísimos.
Otra cosa no recomendada, en caso de superar los cuarenta años, es tratar de innovar haciéndose la “retro”. Ése es un dejo de originalidad reservado a las jovencitas. Por ejemplo, tratar de emular a una dama de los años ’20, con talle bajo y ondas apretadas a la cabeza no te otorga originalidad, te transforma inevitablemente en una Greta Garbo de ochenta años. Por otro lado, si la elegancia no es lo tuyo, y tu estampa se acerca más a la de Coca Sarli se corre el serio riesgo de asemejarse a Catita imitando a Greta. Por lo tanto, queridas mías, no a lo retro; sí a lo clásico. Y por qué digo a lo clásico? Porque estar en “la cresta de la ola” o al “último grito de la moda” te arrojará a ser un personaje “demodé” en menos que canta un gallo. Sabemos que los gallos cantan al amanecer. Ergo: a las cinco de la mañana del mismo día de la boda ya serás una ridícula pasada de onda que alimentará las risas de los demás por años. Tal es el caso de la vez que acudí a un casamiento con mi famosa permanente croquiñol, flequillo ochentoso y cejas monumentales. No hay navidad, ni año nuevo, ni día de la madre (y eso que soy una madre argentina) en que algún/na trasnochado/a no me recuerde mi falta de buen gusto. Comienzo a temblar cuando alguien se levanta de la mesa al son de: Miremos fotos viejas. Entonces yo inicio mi serie de puteadas, que son interminables porque, como toda profesora de letras que se precie, tengo un lenguaje riquísimo. Yo sé que nadie quiere ver nada, excepto mi bochornoso look de aquellos entonces.
Me consuela saber que he visto, incluso, a mis abuelas padecer estos actos de sadismo familiar. Por ejemplo, mi abuela paterna (la árabe) en el casamiento por civil de mis padres se había colocado un sombrerito aplastado, con caída hacia el costado izquierdo. Seguramente era de brocato o algún material por el estilo. Deber de haber sido un lindo sombrerito, pero en su cabeza se transformó en una tortilla española donde sólo falta un chorizo colorado. Eso sí, no hay vez en que miremos las fotografías sin que alguno vocifere: La abuela se había metido un revuelto gramajo en la cabeza.
Otra cosa, ojo con el maquillaje. Si estás medio baqueteada, mejor pintate poco y de manera natural. De lo contrario, a eso de las dos de la mañana, luego de comer como yegua (porque, saquémonos la careta, vamos a los casamientos a comer… al menos la gente que, como yo, sabe disfrutar de la vida), luego de que el alcohol haya comenzado a hacer estragos, y los estragos se manifiesten en un dancing furioso en medio de la pista… entonces, luego de todo, lejos de ser el decorativo centro de atracción te habrás transformado en una suerte de cabaretera en decadencia, alcoholizada, que baila sola y hace papelones con unas ojeras de rímel más propias de un psiquiátrico que de una boda bien llevada. Una escena por el estilo puede concluir con un padrino de ceremonia diciéndole a los amigos del novio: ¡Por favor, que alguien se lleve a esa mujer de acá! Y que no te sorprenda la decisión del padre de la novia con una tranca ácida, de esas que te hacen pasar de la alegría alucinada a desenvainar un cuchillo de postre gritando a los cuatro vientos: Yo no estoy borracha, yo sólo me estoy divirtiendo, déjenme en paz con los Bee Gees. No, te recomiendo que no te suceda, ya que te vas a perder los próximos diez casorios a los que podrías haber asistido.
Por último, y no menos importante, cuidadito con el peinado. Siempre debemos recordar que no hay que luchar contra la naturaleza. Es decir, si tenés el famoso pelo crespo, no te hagas la planchita. Procurá utilizar las cresposidades a tu favor. Te puede suceder, como a mí, que diluvie el día de tu propia boda y en el momento exacto en que hagas tu ingreso a la iglesia. Si te sucede y te agarra una lluvia con viento en todas las direcciones ni una sombrilla evitará que te mojes parte del peinado. Si tu pelo es crespo, entonces terminarás con una suerte de vello púbico en la cabeza; en caso de tener pelo lacio y haberte hecho bucles (detesto los bucles) entonces aparecerás para la posteridad retratada con aspecto de gallináceo, como si te hubieran escupido, al mejor estilo Mi gran Casamiento griego.
Bueno, he tratado de contribuir con mi granito de arena para que no repitan errores ajenos.
Ahora, si están por casarse en estos días y ya tienen decidido un lookete decadente pueden remediar la situación de la siguiente manera: no contratar fotógrafo ni camarógrafo. De paso se ahorran unos buenos mangos. ¡Habrase visto, con lo que cobran!
María Paula Villanueva