martes, 24 de mayo de 2011

Recomendaciones para una boda

Recomendaciones para una boda
En épocas de Wedding Planners yo me pregunto: por qué no se agrega a toda la parafernalia de la fiesta una persona destinada a filtrar de las fotos a aquellos que sí o sí se a
rrepentirán de haber asistido con un lookete bestial. No digo hacerlo con maldad y sorna, sino más bien con una actitud discriminativamente caritativa hacia aquellos que, como yo, miran fotos antiguas y decididamente se quieren matar. Cuánto agradecería, ahora, que alguien hubiera censurado mis imágenes o que alguna samaritana me dijera: “Chiquita, te vas a arrepentir”.
Por ejemplo, no recomiendo aparecer en fotos oficiales si estás de postparto. A mí,  dos bodas me encontraron en ese estado. La primera fue ocho meses después del nacimiento. El problema no era el exceso de peso, sino la falta de estado de mi pelo. A duras penas llegué a terminar de arreglar a la niña para la hora convenida. Tenía yo un rubio espantoso y unos rulos violentos que no logré desterrar, lo único que logré manejar (por falta de tiempo) fue el flequillo. Por lo tanto ahora me veo eternizada, encarnando una especie de Gissellle Rímolo en su mejor momento soldanesco.  
En el otro caso me tomé mi tiempo y exigí al padre que se hiciera cargo de las dos niñas para poder dedicarme a mí, pero NADA tuvo sentido porque ahora (a un mes y medio de nacida mi segunda niña) el problema ya no era ni la falta de tiempo ni el pelo: el GRAN problema era yo y mi GRAN tamaño. Tardé horas en tratar de encontrar una solución y me decidí por una de esas fajas reductoras de talles que van desde la cadera hasta el borde inferior del suotien (cómo estoy con el francés, por Dios). El inconveniente mayor, y es por eso que enumero estas recomendaciones, es que esas fajas con el paso de los minutos comienzan a enrollarse de arriba hacia abajo. De modo tal que, una vez salida de la iglesia, comprendí al tacto que tenía una especie de  matambre entre la cintura y el pecho. Todo aquello que la faja había subido desde la cadera quedó alojado en el talle, gordo e incomprensible para los demás. Con el agravante de que me estrangulaba en las costillas y me provocó un desvanecimiento, que por supuesto hice pasar por un desmayo emocional.
Me siento en la obligación de aclarar que antes de esto, cuando aún estaba ingenuamente enfundada en aquella amiga engañosa, me maquillé, me peiné y me coloqué desodorante. Uno de esos que llevan escrita la leyenda: No deja huella. Por supuesto que dejó una huella indeleble en la escasa prestancia que me quedaba. En todas las fotos se puede observar a una mujer inflada, con un vestido sin mangas (sí, me puse un vestido sin mangas a pesar de que mis brazos eran del grosor de los acueductos  romanos, porque toda mujer que termina un embarazo desea ser sexi con premura) y debajo de las axilas se observan dos semicírculos blancos de antitranspirante. Claro que en aquella situación todos habrán pensado: ¡Pobre gorda, está chivando canelones! No los chivé, pero sí me los comí, y estaban riquísimos.
Otra cosa no recomendada, en caso de superar los cuarenta años, es tratar de innovar haciéndose la “retro”. Ése es un dejo de originalidad reservado a las jovencitas. Por ejemplo, tratar de emular a una dama de los años ’20, con talle bajo y ondas apretadas a la cabeza no te otorga originalidad, te transforma inevitablemente en una Greta Garbo de ochenta años. Por otro lado, si la elegancia no es lo tuyo, y tu estampa se acerca más a la de Coca Sarli se corre el serio riesgo de asemejarse a Catita imitando a Greta. Por lo tanto, queridas mías, no a lo retro; sí a lo clásico. Y por qué digo a lo clásico? Porque estar en “la cresta de la ola” o al “último grito de la moda” te arrojará a ser un personaje “demodé” en menos que canta un gallo. Sabemos que los gallos cantan al amanecer. Ergo: a las cinco de la mañana del mismo día de la boda ya serás una ridícula pasada de onda que alimentará las risas de los demás por años.  Tal es el caso de la vez que acudí a un casamiento con mi famosa permanente croquiñol, flequillo ochentoso y cejas monumentales. No hay navidad, ni año nuevo, ni día de la madre (y eso que soy una madre argentina) en que algún/na trasnochado/a no me recuerde mi falta de buen gusto. Comienzo a temblar cuando alguien se levanta de la mesa al son de: Miremos fotos viejas. Entonces yo inicio mi serie de puteadas, que son interminables porque, como toda profesora de letras que se precie, tengo un lenguaje riquísimo.   Yo sé que nadie quiere ver nada, excepto mi bochornoso look de aquellos entonces.
Me consuela saber que he visto, incluso, a mis abuelas padecer estos actos de sadismo familiar. Por ejemplo, mi abuela paterna (la árabe) en el casamiento por civil de mis padres se había colocado un sombrerito aplastado, con caída hacia el costado izquierdo. Seguramente era de brocato o algún material por el estilo. Deber de haber sido un lindo sombrerito, pero en su cabeza se transformó en una tortilla española donde sólo falta un  chorizo colorado. Eso sí, no hay vez en que miremos las fotografías sin que alguno vocifere: La abuela se había metido un revuelto gramajo en la cabeza.
Otra cosa, ojo con el maquillaje. Si estás medio baqueteada, mejor pintate poco y de manera natural. De lo contrario, a eso de las dos de la mañana, luego de comer como yegua (porque, saquémonos la careta, vamos a los casamientos a comer… al menos la gente que, como yo, sabe disfrutar de la vida), luego de que el alcohol haya comenzado a hacer estragos, y los estragos se manifiesten en un dancing furioso   en medio de la pista… entonces, luego de todo, lejos de ser el decorativo centro de atracción te habrás transformado en una suerte de cabaretera en decadencia, alcoholizada, que baila sola y hace papelones con unas ojeras de rímel más propias de un psiquiátrico que de una boda bien llevada.  Una escena por el estilo puede concluir con un padrino de ceremonia diciéndole a los amigos del novio: ¡Por favor, que alguien se lleve a esa mujer de acá!   Y que no te sorprenda la decisión del padre de la novia con una tranca ácida, de esas que te hacen pasar de la alegría alucinada a desenvainar un cuchillo de postre gritando a los cuatro vientos: Yo no estoy borracha, yo sólo me estoy divirtiendo, déjenme en paz con los Bee Gees. No, te recomiendo que no te suceda, ya que te vas a perder los próximos diez casorios a los que podrías haber asistido.
Por último, y no menos importante, cuidadito con el peinado. Siempre debemos recordar que no hay que luchar contra la naturaleza. Es decir, si tenés el famoso pelo crespo, no te hagas la planchita. Procurá utilizar las cresposidades a tu favor. Te puede suceder, como a mí, que diluvie el día de tu propia boda y en el momento exacto en que hagas tu ingreso a la iglesia. Si te sucede y te agarra una lluvia con viento en todas las direcciones ni una sombrilla evitará que te mojes parte del peinado. Si tu pelo es crespo, entonces terminarás con una suerte de vello púbico en la cabeza; en caso de tener pelo lacio y haberte hecho bucles (detesto los bucles) entonces aparecerás para la posteridad retratada con aspecto de gallináceo, como si te hubieran escupido, al mejor estilo Mi gran Casamiento griego.   
Bueno, he tratado de contribuir con mi granito de arena para que no repitan errores ajenos.
Ahora, si están por casarse en estos días y ya tienen decidido un lookete decadente  pueden remediar la situación de la siguiente manera: no contratar fotógrafo ni camarógrafo. De paso se ahorran unos buenos mangos. ¡Habrase visto, con lo que cobran!

María Paula Villanueva


martes, 10 de mayo de 2011

Maternidad: un engaña pichanga?

Volvamos a la primera persona, que ya he expuesto a varias amigas por el camino y en un solo texto.
En un tren más serio de lo que suelo escribir en este blog voy a decir algo de lo que estoy convencida hace exactamente 18 años: La maternidad es la forma más generosa del egoísmo.  Yo he oído a alguna que otra, en momentos de exasperación materna, gritar: “Me debés la vida”. MENTIRA. Nadie nos envió un telegrama colacionado pidiendo nacer, mucho menos pidiendo nacer de nosotras, específicamente.
Así fue como luego de soñar con niños dormidos, niños despertando entre gorjeos de pajaritos, niños sonrientes que, algún día, me acompañarían a hacer las compras al mercado y meterían con sus manitas los objetos que les indicara; luego de soñarme bella y resplandeciente, peinada y maquillada correr con ellos entre las piernas para ir a recibir sonriente a mi esposo luego de su jornada de trabajo… luego de tanta cosa me encontré con la realidad de la cosa.
Por dar un ejemplo, mi adorada hija mayor despertó a la vida un 7 de septiembre y no volvió dormirse por tres años.  Ninguna de las dos volvió a dormir por tres años. Eso no estaba en mis planes. Este tesorito no lloró cuando nació, cosa preocupante para una primeriza, pero comenzó a hacerlo dos horas después y no se detuvo más. Yo, que había leído tanto acerca de la lactancia y sus virtudes (inmunidad, vínculo, lazo, etc.), me empeñé en amamantarla durante tres meses. Me acribillaron a tiros con EL PECHO MATERNO, el cual, al cabo de tres meses había provocado una cuasi desnutrida que además, sin dientes, mordía como un tiburón.  Cuando los pediatras varones, que no saben lo que significa dar EL PECHO A DEMANANDA (estar todo el día con la teta en la boca de tu hija), descubrieron que mi niña estaba casi desnutrida me indicaron la leche sintética. “Ahora, me dijeron, dejará de llorar”. Recuerdo que salí corriendo de la clínica como una drogadicta en busca de un estimulante. Llegué a la farmacia más cercana y vociferando dije: “¡Quiero leche sintética!”. Y entonces comenzó la otra etapa: los gases.  Por supuesto, no dejó de llorar.
Así y todo buscamos otro hijo, que resultó otra hija. Y llegó una niña calma, adorable, apacible para hacerle compañía. Se entretenían juntas. La mayorcita hacía de madre y el tiempo comenzó a ser más plácido y nosotros, envalentonados con la vida que se encauzaba, fuimos por más. Nació nuestra tercera preciosura, otra niña calma, sabia, serena. En realidad la sabia y serena a estas alturas era yo. Pero, aunque las más chiquitas eran independientes yo debo de reconocer que nada se parecía a lo que había soñado: Las bellas durmientes no vivían en mi casa; los despertares eran un griterío de tres mandriles enloquecidos que pataleaban desde sus cunas o en el piso de madera del cuarto; el regreso de mi esposo no me encontraba jamás hecha una diosa, sonriente, con hijos entre las piernas. Más bien él abría la puerta y veía mis ojos encendidos , ojos de cobra venenosa, cansada, acobardada.   
Tengo hijas, todas mujeres que hablan y hablan y hablan desde que adquirieron el don de la palabra, es decir, 10 meses después de haber nacido. Mi casa era y es un sitio donde uno escucha voces todo el día: hablamos entre nosotras, hablan entre ellas, hablamos solas. Mi esposo observa la escena con una especie de resignación amorosa.
Hemos criado solos a nuestras hijas: jamás tuvimos la señora con cama adentro ni las abuelas niñeras. Hemos estudiado y trabajado y criado hijas casi sin ayuda, por decisión nuestra. Eso implicó unos diez años en los cuales hicimos dos salidas solos, una de las cuales fue a un casamiento. Estábamos excitadísimos. Nos vestimos, nos perfumamos, dejamos a las pequeñas con una señora de confianza (que cobraba por horas) y nos dispusimos a pasar una noche de locos.
Llegamos al salón de fiestas y fue como descubrir que había cambiado la moda, que ya no usaba el Frizzé en el pelo femenino ni las pastillas en las mejillas de un rugbier, no digo viejo, pero sí poco agiornado. Así y todo a nosotros poco nos importaba incluso quiénes se casaban. Era NUESTRA NOCHE.   Tomamos unos “drinks” en el hall de recibimiento. Tomamos más de uno y presurosos (algo nos corría por detrás: las horas de baby siter). Nos convocaron a las mesas y allí fuimos, exultantes, a esperar que apareciera el primer plato. Entonces, cuando él se llevaba el primer bocado sonó el teléfono celular y nos dijo la baby siter que “la nena tenía fiebre”.  Una hija con fiebre se traduce en tres hijas afiebradas en menos que canta un gallo. Total, que oír la noticia y apersonarnos en casa tomó unos veinte minutos. La noche había terminado, el reloj había dado las doce y los tipitos dejaron el hechizo atrás.
Verdaderamente reconozco que aquella salida fue una especie de confrontación con un estilo de vida que añorábamos, pero que una vez vueltos al ruedo no nos prodigó tanto placer como imaginábamos. Por lo tanto, estar de vuelta en casa, antes de que sea tarde para amanecer con una resaca espantosa y aún así hacerse cargo de las nenas, resultó muy placentero. Terminamos la noche frente a la video casetera, viendo Aladín, con nuestros piojitos metidos en la cama.
Este tipo de eventos sociales, que te exponen a la realidad de que hay una parte de vos que ya no volverá , nos quitó las ganas de hacernos los pendejos por un tiempo bastante largo. De manera tal que nos dedicamos a la paternidad a pleno y con buenos resultados. Por supuesto, esto no es el fin de un cuento a la manera de S.O.S Niñera. Hemos pasado las de Caín: hemos amenazado hijas con un portero, que era más bueno que el pan, a la manera del viejo de la bolsa; hemos visto pintarse las paredes del cuarto de las niñas con pinturas rupestres de leche con chocolate; hemos encerrado pequeñitas en el baño a oscuras como penitencia y hemos comprobado que les divertía quedarse solas, encender la luz y pintarrajearse las caras con mis rubores de marca; yo, particularmente, he dado una paliza importante por primera y única vez y… CON GRANDES RESULTADOS. Y luego de tanta agua bajo el puente he comprobado que para mí no se hicieron las dictaduras: de niña dictaban mis padres; de grande dictan mis hijas. Recién cuando comprendí que el cambio generacional entre mis padres y yo, a mí, me cagó la vida y me quitó el látigo de las manos y me llenó de culpas infundadas y  me cubrió de dudas innecesarias pude aceptar que en la medida de las cosas está la calma para la crianza. Ni tan calvo, ni con dos pelucas. Y, a propósito de Freud y cosas por el estilo, cierro estas memorias no tan lejanas, con una anécdota que pinta un poco el asunto de cómo ser padres y no morir en el intento ni matar la latente felicidad de los hijos, puesto que un chico que tiene todo, es un eterno insatisfecho (aprendizaje tardío, pero no tanto).
Cierta vez me convoca la psicopedagoga del colegio de mis hijas, quería contarme los resultados de los test hechos a las chicas. Fuimos con mi esposo. Nos miró la señora con cara de escrutarnos. Despliega los dibujitos de las nenas  y las respuestas que ella misma había transcripto en una hoja cuadriculada.
Nos dice: “Bueno, acá se ve una familia compuesta de manera muy adecuada. El padre y la madre con las alturas más altas, las hijas con tamaños adecuados. Todos los miembros de la familia están tomados de la mano, todos sonríen. Mm”.
Nosotros sonreímos, obvio. Pero luego la señora retoma el discurso y lee las respuestas de las nenas sobre nosotros dos. Todas eran encantadoras: “papá y mamá se ríen siempre; vamos a comer a Mc Donalds porque a nosotras nos gusta; en la casa de mis tíos jugamos todos en la pileta; los fines de semana vemos películas; mamá es la que más nos reta (no nos pega); papá nos trae chupelatines cuando viene de volar, etc..” Y luego de aquello que leyó afirma: “es una imagen de familia casi ideal. Podría ser una especie de fábula, parece un discurso armado. No los acuso de nada, pero no suena real, es un poco sospechoso. Yo me pregunto si esto será tan así o se esconde algo bajo la idea de familia ”.
¡Cri, cri, cri!
Yo apenas pude decirle alguna cosita, mi marido miraba atónito. Entonces cuando me cayeron las fichas de años de paternidad compartida, de cansancio, de paciencia encontrada en lo más recóndito de mi naturaleza temperamental; cuando recordé cuánto habíamos dejado de lado por aquellas nenas, felices, cuando fui consciente de que nuestra felicidad iba de la mano de esta idea de familia que habíamos construido con sueño, con improvisación, con buena voluntad, con errores seguramente, entonces, recién entonces atiné a decirle: Por qué será que los dibujos y las respuestas que hablan de una familia nefasta son tomadas tantas veces como fabulaciones de niños y las imágenes de una familia feliz despiertan tantas sospechas?
Nos fuimos convencidos de que no éramos creíbles como familia y eso, aunque parezca mentira, nos hizo muy felices.

María Paula Villanueva

miércoles, 4 de mayo de 2011

Pan y queso... y alguna perdiz también



Pan y queso… y alguna perdiz también
Para Blog es un texto largo, para cuento es corto. Recomiendo la lectura, sobre todo a las protagonistas

Yo no soy una de esas mujeres llenas de amigas, pero las que tengo son muy especiales. Tan especiales que me han permitido que relate algunos de sus inefables episodios, eso sí, aunque ellas me aprobaran la utilización de sus identidades jamás lo haría. Y que se me entienda bien: no es por respeto, sino porque me dan vergüenza ajena.
El título puede sugerir una receta; podría serlo, pero no de cocina. Es un cóctel del oprobio, del bochorno, del ridículo, de la desidia. Por eso, mis tres amiguillas, me agradecerán no sólo el anonimato sino el espejo que intentaré poner frente a sus ojos, puesto que sólo cuando nos vemos desde afuera somos capaces de entender la verdadera dimensión, en este caso, de lo vergonzoso.    
Caso Pan: la muchacha en cuestión tiene una figura grácil, espigada, delicada. Rasgos suaves, mirada calma, sonrisa permanente (más de lo conveniente, según mi punto de vista). Piel clarísima (sus piernas flacas, en verano, son dos tubos fluorescentes). Cabello castaño ceniza, largo, sedoso. Voz de niña, risa de alondra. Es decir: estampa de Lady romántica.  Pero detrás de esa imagen angelical, en una dura etapa de su existencia, se escondía algo que nadie de su entorno ocasional podría haber llegado a imaginar: la etérea muchacha vivía en medio de un caos doméstico alucinante y alucinado. Compartía una enorme casa familiar con su hermana mayor, que no era precisamente un dechado de orden, más bien todo lo contrario. La lejanía de la madre había dejado al caserón en manos de dos forajidas que ni conciencia tenían del asco del lugar en que habitaban. Para mí resultaba imposible de entender cómo dos muchachas tan bonitas, tan limpias, tan perfumadas de jabones y cremas importadas pudieran vivir en aquel estado.
Así fue como se acumulaban platos, tazas, mermeladas, panes viejos y frescos conviviendo pacíficamente en las mesadas. Así también, en el amplio mueble del baño, se exhibían dentífricos a medio usar con otros recién estrenados, perfumes, cepillos de todos los tamaños, secadores de pelo, etc., etc..
Un día, sin previo aviso, hace su arribo la madre. La muchachita espigada estaba casi lista para partir hacia la universidad. Se había duchado, tenía el cabello aún húmedo. Eran las ocho de la mañana de un otoño frío.  La madre la abrazó con ternura y le sonrió hasta que abrió sus ojos y observó todo aquello que la rodeaba. Entonces la sonrisa se le transfiguró en una mueca de espanto. La hija, que siempre llega tarde a todos lados, no estaba para reclamos. La madre, sí: “Por favor, no pueden vivir en este estado. Son dos señoritas, caramba”. “Sí, mami, tenés razón, es que anoche estábamos muy cansadas y dejamos los platos para lavarlos hoy”. “Esto no es de ayer, esto tiene más de un mes, querida”. Cosa va, cosa viene la conversación terminó en una pelotera mortal. La hija, ofendida, se dispuso a partir. La madre le reclamó que al menos se colocara una bufanda (andar con el cabello mojado y de cuerpito gentil en otoño, abrase visto). Entonces la chiquita tomó una de sus kilométricas bufandas coloridas, se la colocó en el cuello, la revoleó con furia para enroscársela y salió de la cocina, dejando el café a medio tomar sobre la mesada. Se fue mascullando por lo bajo todo el camino. “Vieja de mierda, aparece cada muerte de obispo sin avisar y te arma el quilombo del siglo por el orden”, y así llegó a destino. Subió las escaleras, la bufanda le pesaba y la ahorcaba. No se detuvo a sacársela porque, como ya hemos dicho, estaba retrasada una vez más. Corrió por los pasillo de la universidad sin encontrar dónde estaban dando su clase, conjunta con otros departamentos. Finalmente le dijeron: “En el aula grande del segundo piso”. Vio la puerta cerrada. Golpeó, abrió la puerta que raramente está ubicada en el fondo del aula, se excusó con el profesor y, como casi todos los banco estaba ocupados, caminó por el pasillo central hasta encontrar un banco vacío en la primera fila, frente al docente.
Entonces sucedió: se sentó enfáticamente y oyó un CRASH en el piso de mosaicos. Retumbó la clase con el ruido. Se oyeron: ¡Oh, ah, upa! La chiquita trató de no mirar hacia el suelo, pero no pudo. Fue entonces cuando lo vio, muy orondo, soberbio, seco, hecho trizas.  Así y todo, con disimulo, se fue acercando al piso y lo recogió y lo guardó en su mochila.    Minutos más tarde recibió subrepticiamente un papel de un alumno que la había visto desfilar por el aula en el que le decía: “Estaba bueno?”
Por fortuna, mis amigas, tienen la costumbre de reírse de sí mismas y gracias a ello es que me relató cómo ella caminó cinco cuadras, con un pan viejo enredado en los flecos de su bufanda y cómo el pan subió las escaleras con ella y desfiló por un curso repleto de alumnos y fue a morir a su lado, a los ojos del profesor y todos los demás cuando ella, enfática, se sentó en la silla y rompió el abrazo de aquel miñón fiel que la había acompañado por semanas en la mesada de su cocina y había decidido salir a dar unas vueltas con su dueña, porque, al fin y al cabo él también estaba ofendido con los dichos de la madre.

Caso queso: Ella estaba pasando una temporada con nosotros. Recuerdo esta etapa como una de las más lindas. Había venido a nuestra casa para buscar nuevos horizontes, curar una pena de amor y, de paso, hacerse una cura de sobrepeso. Estábamos las dos un poco excedidas, pero yo estaba más entrenada. Recuerdo que el día que llegó a casa, luego de doce horas en onmibus, estaba tan excitada con su cambio de vida  que tenía energías de sobra. Era una calurosísima mañana cordobesa, de principios de primavera. Le dije que yo salía a caminar a orillas del Suquía todas las mañanas. “Voy”, me dijo sin más ni más. “Ok, pero no estás muy cansada?”. Salió enérgica, a paso firme y volvió sudada, con náuseas y amenazas de vómito en el ascensor que debía subir nada más que veinte pisos para llegar al nuestro. Es una amiga que padece el calor horrendamente, sobre todo en la cabeza.
El tiempo de su estancia fue transcurriendo y ella su fue poniendo en forma (gracias a las seis comidas diarias, fraccionadas en pequeñas cantidades de alimentos poco calóricos). Verse linda es sentirse sexi; sentirse deseable es dejar atrás, en cierta forma,  las penas del amor en épocas de la gordura; dejar atrás los recuerdos del salvavidas de la obesidad es comenzar a mirar alrededor y ver qué hay de bueno; encontrar algo bueno (un muchacho tentador) es apuntarle con todos los dardos para no dejarlo escapar de nuestra telaraña seductora.
Y necesito hacer una aclaración al margen: por qué hablo de “los salvavidas de la obesidad”. Es sabido que las mujeres nos separamos y adelgazamos. Muchas veces, es una turrada, lo sé, pero permanecemos en un estado lamentable al lado de un hombre, como si fuera un círculo vicioso. Sería algo así: porque estamos mal, comemos; estamos gordas porque comemos; quién nos va querer si estamos así?; si además de gordas, nos dejan (pensamos)… nos morimos. Y la cuestión es que un día nos cuelgan la galleta (para retomar un poco el discurso del miñón), nos separamos, quedamos atadas al mal recuerdo, nos deprimimos, se nos va el apetito, con la falta de comida se nos van los rollos y con ellos los recuerdos. POR LO TANTO, bajar de peso adelgaza la memoria amorosa. Está claro? “Salvavidas de la obesidad: hombres”. “Estoy hecha un bofe, pero al menos tengo pareja”.
Retomo, entonces ella descubrió tres cadetes de la Fuerza Aérea que eran muy bellos y vivían junto a mi departamento. Los cadetes la descubrieron a ella. Comenzaron a verse en los pasillos, en el ascensor, en el hall. Una tarde, cerca de las tres, le pedí que me hiciera un favor: retirar a mis hijas del jardín de infantes. Como fue una cosa de urgencia ella salió rápidamente, así como estaba, es decir mal: Jogging, cosa desaliñada si las hay, remerón en origen blanco, devenido amarillento con el tiempo, zapatillas, pelo atado. Se fue como un refusilo de casa. Regresó con mis pequeñas. Traía una sonrisa en su rostro. Pregunta mía: Qué te pasa? Respuesta: A que no sabés con quién fui hablando en el ascensor? (Recordar que eran veinte pisos bajados lentamente). Pregunta: Con quién? Respuesta: Con el cadete más lindo.
Yo comencé a visualizar algo en su sonrisa, pero no algo de videncia futurística, sino algo físico. Entonces le dije: y te reías mucho?; Sí, es muy simpático. Bueno, le dije finalmente con sorna, venite conmigo al espejo que te quiero mostrar algo. La vi palidecer. “Ay, no, no seas hija de p…”. “Sí, sabés que lo soy”. “Ay, no Paula, no me podés hacer esto. Tengo una lechuga? Qué tengo?”
Entonces se miró al espejo y pudo ver un monodiente blanco y homogéneo que abarcaba los tres dientes delanteros. Alcanzó a decir: NOOOOOOO… EL QUESO. ACABO DE COMER QUESO ANTES DE SALIR!!!!! Y así fue como una colación de media tarde, que la ayudó tanto con el peso, la catapultó al desastre.
No habló más con el famoso cadete, más bien lo evitaba. Dos semanas más tarde tomó otro ómnibus de regreso a su ciudad. Aún hoy, cuando recordamos esto, seguimos riendo como lo estoy haciendo yo en este momento.

Caso Perdiz:   Esta será, tal vez, la más breve de las historias. Ella es divina. Alta, bella, inteligente, pero a fuerza de ser veraces, según afirma la protagonista, en aquellos tiempos su peso empardaba su altura. Es decir, lo que delgada es una estampa de modelo, gorda es un mamut. Parece ser que le costaba decir que no. Pero no es que se trate de una promiscua que decía que sí a todos y a todo, más bien lo contrario. En su búsqueda de aprobación, en una complacencia que en esos tiempos era más marcada, se metía en situaciones inverosímiles todo el tiempo.
Fue así como una tarde se encontró junto a una amiga haciendo un trabajo de campo para la universidad en la que estudiaban. Trabajo de campo, en el campo. Su amiga era de su altura, pero flaquísima, rubia, bonita también. Con esta amiga habían pasado varias cosas juntas, por ejemplo caminar las dos por avenida Alem y oír que desde un auto les cantaran los acordes de “El gordo y el Flaco”.  A decir de mi amiga, a quien yo no conocía en ese entonces, la parte del gordo era para ella, sin lugar a dudas, pero como tiende a la exageración de su antiguo estado gordurístico, es probable que estos sucesos no fueran tan así. En fin, que se hallaban investigando cuestiones biológicas y se les acercaron dos apuestos jóvenes de otros departamentos universitarios y les ofrecieron hacer la recorrida por el campo en el auto de ellos. Gustosas aceptaron la propuesta. Mi amiga, se subió en el asiento del acompañante de un Fiat 600, el bien ponderado Fitito. Su amiga y el otro muchacho iban en el asiento trasero. La cosa comenzó bien. Charlas ocasionales de estudio, risas ante alguna ocurrencia, etc. Yo, y esto es de mi cosecha, me imagino a los dos chicos y a estas mujeres, cada una con un metro setenta y tres como mínimo, sentados en aquella bola amarilla (si no me equivoco) y me da risa la sola imagen.  Pero más risa provoca lo sucedido: El conductor le hizo un desafío a mi amiga y ella, como todo, se lo tomó al pie de la letra y dijo… qué pudo haber dicho: ¡Sí, lo hago! Y LO HIZO. Se tiró con el auto en movimiento y sin desacelerar a tratar de agarrar una perdiz al voleo desde la puerta abierta.    
Una polvareda se levantó en el campo seco. Una especie de torbellino de pajas y tierra acompañó al golpe y a los gritos de los que iban en el auto. “Se mató”, alcanzó a oír ella mientras caía al suelo y rodaba como un cardo ruso.
A mí me vuelve a relatar este episodio y yo vuelvo a preguntarle qué se le pasó por la cabeza. Ella, muy serena me responde: Una perdiz.
Yo sé que no se salva del ridículo con nada, pero dejemos en claro una cosa importantísima: cuando el Fitito giró con los ocupantes para regresar a verificar si estaba muerta la encontraron riendo y con una perdiz en la mano.
En este caso: ME SACO EL SOMBRERO.

María Paula Villanueva